El acto de pensar, el ejercicio mental de razonar, no es mágico, aunque haya maravillado y siga maravillando a la humanidad. Pensamos, no porque exista un a priori universal de pensamiento. La palabra, esa creación a partir de lo real pensado, la palabra, ese producto que sólo surge como consecuencia del trabajo, no es verdad que estaba al principio. Lo que sí es verdad, es que estará al final de la humanidad.
Todas las teorías acerca de la evolución del universo, del planeta tierra y de la humanidad que en ella se ha desarrollado, convergen en colocar al hombre (igual a la mujer) en el nivel más alto de ese proceso, precisamente porque es el único que ha demostrado su capacidad para dejar la huella de sus actos, convertidas en palabras.
La insuficiencia de eslabones, históricos y científicos, para explicarse todo el proceso evolutivo que aludimos, ha hecho que los pueblos más apresurados colocaran a un dios en el centro y que lo hicieran palabra como principio. De aquí que el llamado pensamiento mágico, sea el más cómodo y expedito para explicarse toda la complejidad de la vida, atribuyendo a un dios, todas sus causas y efectos.
Entre los seres vivos (en el universo, todo y todos somos seres vivos) animados, es el humano el que testimonia fehacientemente la evolución de su cerebro, hasta crear la palabra para ordenar su comunicación y definir sus procesos culturales de expresión y comunicación. En una breve y necesaria conclusión que debe estar como soporte, para le reflexión de este tema, debemos decir que: el cerebro necesita del trabajo y el trabajo necesita del cerebro, para crear la palabra, los conceptos, el pensamiento.
Ahora, aún a sabiendas de que esto es así, ¿por qué la ilusión vaga de que el pensamiento nos sobrevivirá después de muertos? Los creyentes, esotéricos y seguidores de cualquier expresión de pensamiento mágico, van a atribuirlo a fuerzas taumatúrgicas, a un dios o al alma, en donde se perpetuaría el pensamiento como energía intangible que sería parte de aquella y no de la relación cerebro-trabajo, a la que aludíamos antes.
Lo real es que seguimos pensando, pero sólo en los cerebros y palabras de quienes nos sobreviven. Es decir, seguimos pensando pero no de forma individual, sino como humanidad. Ya no como individuos, porque, si bien el acto de pensar se asume también como individuos, el pensar es una consecuencia histórica que contribuye a que las ideas, culturalmente establecidas, permanezcan, se desarrollen, crezcan. Es por eso que ahora, algunos estudiosos hablan de “la genética de los conceptos”, de “la genética de las emociones” y de la genética como “vida eterna”.
Cuando muere nuestro cerebro individual, muere también nuestra capacidad de pensar, de soñar, de inventar, de discursear, de convencer. El cerebro es un soporte físico, necesario e imprescindible para que exista el pensamiento y la palabra. Sólo si seguimos en el cerebro colectivo o en cerebros particulares de seres queridos, se podrá concluir que estamos vivos, que no hemos muerto, que alcanzamos la llamada “vida eterna”.
Ilustración: Xulio Formoso