Nunca olvidaré la mañana en que Miguel me dijo que no quería volver a la escuela. Un niño tan aplicado como él, que a sus 4 años ya lee, escribe, suma y resta, obsesionado con los mapas, las capitales de los países y sus banderas, que sabe ubicar cualquier ciudad de Venezuela en un mapa mejor que muchas misses y modelos. Mi Miguel no quería volver a la escuela y algo muy malo debía estar pasando.
Para mi tranquilidad y la de su mamá, no era un asunto tan grave. Al menos no tan grave como lo que cualquier padre picao´ de culebra, tras leer tanta barbaridad de tanta gente bárbara, pudiera pensar. El asunto era simple y tenía que ver más con una responsabilidad nuestra que de la escuela: Miguel nos dijo que no quería volver a la escuela porque allí se portaba mal, porque allí él no hacía caso, porque en ese sitio él era desobediente.
Tras reponerme del sentimiento de culpa, recordé todas las veces que con insistencia le hice observaciones sobre su conducta en la escuela. Rememoré una que otra amenaza hecha bajo la creencia que condicionando su comportamiento, obtendría mejores resultados. Pasaron por mi mente como una película los instantes en los que le recordé con duras palabras que su comportamiento no era el más adecuado para un sitio o para el otro. En fin, rebobiné las memorias de todos esos momentos en los que impuse mis intereses a los de él y terminé reforzando conductas indeseadas en la personalidad de mi peque.
Cada frase que desde la rabia o la impotencia, dirigimos a nuestros hijos, les marca su personalidad y define muchas de sus conductas. Por ejemplo si le decimos con frecuencia “Eres un desordenado”, promovemos en ellos el desorden. Si lo criticamos con la frase “Eres un llorón”, le estamos hiriendo la autoestima. Si le advertimos a cada rato “Si haces eso, te voy a castigar”, le provocamos tristeza y deseos de venganza. Si le decimos “Siempre te portas mal”, el mensaje directo es “soy malo, ese soy yo”.
En este mismo espacio hemos hablado mucho de las estrategias de la paciencia y aquello de contar hasta diez antes de vomitar nuestras frustraciones contra los chamos. Confieso que todavía no sé si funciona, pero al menos tomarnos esos segundos para pensar, podrían evitar tragedias en la crianza de nuestros amados hijos. No está mal que ellos sepan que estamos molestos por algo que hicieron, es más, es necesario que se den por enterados, pero debemos evitar a toda costa descargar la rabia en ellos, pues su formación emocional se puede ver terriblemente afectada.
A cambio, podemos usar frases positivas que refuercen lo bueno que tienen ellos, demostrarles lo infinitamente orgullosos que nos sentimos de sus logros y sus buenas acciones. Ser padre tiene mucho de estratega y cada situación puede tener mil soluciones que nos arrojen buenos resultados, así que no tenemos excusas para seguir equivocándonos cuando las cosas salen mal, porque basta ya de repetir las estrategias gastadas y fracasadas que maltratan y fomentan todo lo contrario a lo que deseamos.
Yo sigo tratando. Después les cuento.