Uno de los recuerdos que más me atormenta de mi infancia es el de aquella tarde en la que mi hermano y yo nos perdimos. Estábamos en el supermercado con nuestra madre y al momento de pagar, los dos pequeños salimos detrás de una señora igual de alta, delgada y hermosa, pero que en definitiva no era nuestra mamá. Fue muy tarde cuando pude percatarme de la confusión y alerté a mi hermanito menor. Su llanto me hizo entrar en pánico, sentí que se me encogía el mundo, la certeza de la soledad y el desamparo más absoluto.
Afortunadamente no estábamos muy lejos de mamá. Recuerdo claramente cómo se aproximó a nosotros con las bolsas del mercado en las manos. Mientras me volvía el alma al cuerpo y se aplacaban las ganas de gritar su nombre, vi cómo ella nos atajó con una extraña y poco habitual calma. No nos dijo nada, pero muchos años después comprendí que ella también estaba asustada.
Muchos años después me corresponde a mí como padre aleccionar a Miguel sobre los peligros de perderse en la calle. Él es un niño confiado, que le gusta correr y saltar mientras paseamos y para ello se suelta de la mano y agarra sabana. Las advertencias no han sido muy contundentes para moldear sus hábitos, por lo que su mamá y yo decidimos hacerle una jugada para que agarre mínimo y entienda que sobre los riesgos de perderse en la calle.
En una de sus escapadas, nos escondimos tras un muro desde donde no perdíamos la visión y lo dejamos adelantarse solo. Iba corriendo mientras daba saltitos de felicidad. De repente se volteó buscándonos, miró a todos lados mientras sus ojitos se iban llenando de angustia, caminó unos pasos de regreso por la misma ruta al tiempo que nos llamaba alternativamente: “Papaaá… mamaaá… estoy perdidoooo”. Y sucedió: el chamo rompió a llorar mientras seguía llamándonos, esta vez a gritos desesperados. En ese momento salimos del escondite tratando de parecer despreocupados y lo abrazamos en un acto de mutuo consuelo.
No existe en el mundo una calle 100% segura. Mucho menos para los niños indefensos que están expuestos a tantos peligros de variada naturaleza. No soy partidario de enseñarle a los niños a sentir temor, pero en esta ocasión la medida intenta preservar lo más valioso en nuestras vidas que es el carismático Miguel, quien narró sus momentos de pánico de la siguiente manera: “Sentí que todo se iba encogiendo, era como un cuadrado que se convertía en un rombo que daba vueltas y se hacía chiquitico. El planeta Tierra se iba encogiendo, las galaxias se hacían chiquitas… y en el universo ya no había nada”
Como se podrán imaginar, la jugada nos hizo sentir miserables. Pero desde entonces, Miguel va por la calle tomado de la mano de alguno de nosotros y cuando va a separarse, pide permiso. Cuestión de estilo.
¿Qué hacer si tu niño se pierde?
Para quienes tenemos niños inquietos, es preciso prepararse para este inconveniente, por ello te ofrecemos estos prácticos consejos. Lo primero que hay que hacerle entender a ellos es que si se pierden, se queden quietos en el mismo sitio en que se extraviaron. Muy probablemente eso no funcione con todos los chamos, así que hay que brindarle la confianza suficiente de que los buscaremos por todas partes sin importar lo que suceda. Eso les dará seguridad de que al momento de perderse, sus padres los están buscando.
Lo que debemos evitar es recomendarles que vayan a un punto en particular, que busquen alguna autoridad o que regresen al sitio en que vieron por última vez a sus padres, pues todo ello lo pueden olvidar en un momento de desesperación.
Por último, cuando encuentres al chamo no te vayas a descargar con él ni le armes un escándalo, recuerda que seguramente él vivió momentos más estresantes que tu y solo necesita tu abrazo. Ya habrá tiempo de hablar luego de las razones que llevaron a esa momentánea separación. Lo más importante es nunca olvidar que somos nosotros los que debemos estar pendientes de ellos y no al revés.