El juego de las preguntas y las respuestas es uno de los que más nos divierten a Miguel y a mí. A veces el peque juega a ser el moderador de un programa de TV en el que él hace las preguntas más inesperadas, pero que siempre o casi siempre, tienen alguna respuesta. Cuando no la encontramos durante el juego, nos prometemos buscarla apenas tengamos oportunidad y así satisfacer la sed de conocimiento del inquieto interrogador.
La única norma es: no hay tema prohibido. En casa pensamos que si un niño hace una pregunta, por más incómoda que esta sea, es porque está listo para saber la respuesta. El problema está en nosotros y nuestra capacidad de responderle claramente, cosa que amerita de un mínimo de preparación de nuestra parte.
Sin embargo, hay cosas para las que uno nunca se prepara del todo y las respuestas se ahogan en la garganta y piden “tiempo”, obligando a la suspensión temporal del “juego de las preguntas y las respuestas”.
Papá ¿Por qué mi primo se va a vivir a otro país? ¿Más nunca voy a ver a mi primita? ¿Ella va a hablar en otro idioma cuando aprenda a hablar? ¿Y mis primos que ya se fueron volverán un día? ¿Mi tía también se va? ¿Cuándo vuelve? Los dos amiguitos de la escuela, una maestra de tercer grado, el profe de fútbol, la amiga del trabajo de mamá, aquellos amigos de la universidad… ¿nos vamos a quedar sin nadie que nos quiera?
Un cero enorme, reprobado como nunca antes. Mis respuestas resultaron una seguidilla de balbuceos, incoherencias, tartamudeos y evasivas, que ni respondieron a las dudas del chamo, ni llenaron mis expectativas como padre. Estoy seguro que hubiese preferido que me preguntara cómo se hacen los bebés, quién es San Nicolás o el Ratón Pérez. Por más comprometedoras que parezcan estas últimas preguntas, ninguna de sus respuestas forma un nudo en la garganta ni una opresión en el pecho tan grande como todas las anteriores.
Los afectos de un niño son complejos. En sus primeros años de vida empiezan a desarrollarlos y cualquier interferencia en este proceso los puede alterar. Diferentes estudios se han realizado a partir del modelaje de los afectos en los niños y todos coinciden en que es preciso proporcionarles un entorno adecuado para garantizarles la estabilidad emocional y moral a los individuos.
Un niño que crece en un ambiente rodeado de afectos, que no es lo mismo que un ambiente plagado de consentidera, es un chamo seguro de sí mismo, con elevada estima y con mejor capacidad de establecer relaciones con otras personas. Para los efectos de lograr que un niño sea sano afectivamente, vale igual el cariño de sus padres, abuelos, tíos y demás familiares que participen en la formación y cuidados del pequeño. Si todos ellos están incluidos y presentes de forma constante, tanto mejor.
Por fortuna Miguel recibe todo el amor de sus padres, de sus familiares y amigos que aún están en su entorno, pero no hay duda de que su vida afectiva, como la de miles de niños en Venezuela se ha visto trastocada por las constantes despedidas de seres queridos. Los chamos no son ajenos a la realidad del país, saben que las cosas cuestan mucho dinero, que ya no se pueden comprar ciertos artículos que antes eran comunes y ahora son un lujo, saben que la cosa está dura porque papá y mamá ahora tienen más de un empleo, o trabajan jornadas extras, o siempre están hablando de lo mucho que cuesta conseguir las cosas para la casa. Imposible, aunque se quiera, encerrarlos en una burbuja.
Subestimar su inteligencia es un error, por ello nuestro deber es explicarles de manera didáctica lo que sucede a su alrededor. Tienen derecho a saber. Pero el problema recae en nosotros, en no quebrarnos a la hora de darles las explicaciones más difíciles, en tomar fuerza para no contaminarlos con nuestras frustraciones y de no llenarlos de nuestra rabia.
Irse del país no debe valorarse ante los ojos de los chamos como algo bueno o malo, sencillamente es una decisión que la gente toma porque piensa que le va a ir mejor. Es error nuestro y no de ellos caer en valoraciones de índole partidista, culpabilizar a unos o a otros, montarles la pesada cruz del odio desde pequeñines.
Todavía no encuentro las respuestas más apropiadas para satisfacer la curiosidad de Miguel, pero si de algo estoy seguro es de que voy a seguir luchando por ver su cara sonriente, llena de felicidad y garantizándole mis afectos y los de sus seres queridos de aquí y de allá. Mientras tanto yo me lleno de esperanzas y me recompongo. No es fácil para papá y mamá explicarlo todo, explicar que hay vacíos que no se pueden llenar con nada. Ya sabrás de eso, pero todavía no es el momento.