29 de noviembre
Anastasia estaba cabalgando sobre un extraño en un colchón que apenas podía soportar la excitación de aquel hombre que se quedaba sin aliento con cada movimiento que ella, entre su corrida experiencia, hacía para darle el mayor placer. A esas alturas, si hubiese podido, lo habría matado con tan solo dejarlo sin aliento.
«¡Eres una maldita loca!», reprochó ese desconocido cuando Anastasia, en medio de sus recuerdos repentinos, aquel 29 de noviembre cayó llorando sobre él desconsoladamente. A él nunca lo había visto, jamás en la vida, pero desde que lo decidió, pasaba algunas noches en la cama de siempre, en el mismo cuarto de siempre, en el hotel de siempre, con hombres diferentes.
Ella no sentía placer, por más que quisiera. Cada orgasmo era un rasguño que sentía en el alma; los besos eran dentelladas en su corazón, que después de tanto, sentía que lo había perdido.
Si tan solo hubiese hecho las cosas bien no tuviera que castigarse con gemidos eternos de hombres feos que daban todo por llevarla a la cama. ¡Maldita sea! Ella no lo hubiese hecho nunca, pero es que los deseos de la carne y los juegos eróticos son tan incitantes que no quiso perder la oportunidad de tener a Andrés entre sus piernas.
Ese hombre atractivo que, meses antes, mucho antes de esa noche en la que rompió en llanto, conoció en una cafetería. Él únicamente le preguntó si estaba esperando a alguien y ella le dijo que no, así que no hizo falta ninguna otra excusa para sentarse en su mesa.
Andrés ya tenía rato viéndola, por su puesto, su belleza no era cualquiera: llevaba su cabello largo apenas recogido que le caía con suavidad en sus hombros de durazno, sus ojos negros resaltaban con el labial rojo de sus labios carnosos y un vestido que dejaba ver la delicadeza de sus piernas. Estaba sola tomando té. Una mujer así, hermosa, como un poema recién escrito, sola, tomando una taza de té.
Anastasia se dejó seducir incluso antes de ver las manos de aquel hombre apartando la silla de madera para sentarse, ella vio cómo se marcaron sus venas y los vellos de sus brazos que desaparecían en esos músculos ligeramente marcados. Anastasia no pudo contenerse, no pudo negarse a tenerlo, y también le sonrió.
Estuvieron así por varias semanas, se veían de manera casi clandestina y tenían encuentros sexuales fugaces cada vez que podían en algún lugar en donde nadie los conocía, en donde nadie pudiera juzgarlos, que fueran tan solo dos amantes que buscaban un espacio para gritarse el placer en la cara.
29 de mayo
Así fue como llegaron a El Muelle, un hotel reservado que quedaba a unos cuantos minutos de aquel pueblo olvidado, que se convirtió en el lugar de siempre. El 29 de mayo, a las 9:47 de la mañana, Anastasia recibió un mensaje en su teléfono desde un número desconocido:
«Quiero que volvamos a quedarnos juntos, sentirte mía cientos de veces. Te espero en donde siempre, en El Muelle, en nuestra 32. Andrés».
La idea de hacer el amor con Andrés la emocionaba, le permitía sentir cosas que no había sentido antes, un placer inigualable que solo con él se había dado la oportunidad de sentir, a pesar de que, desde que él apartó la silla para sentarse, sabía que no podía pasar más allá de los orgasmos.
Anastasia, como siempre lo hacía, salió de su casa de forma escurridiza. La belleza que la inundaba cuando se ponía maquillaje y sus mejores ropas era mucho más de aquella cara casi de ángel y transparente que siempre mostraba. Era otra persona, era otro universo, tanto que cualquier hombre se le hubiese querido abrazarla sin explicación alguna.
La nota
A las 5:00 de la tarde ya estaba en el lugar: nada diferente, salvo que Andrés siempre la esperaba en la entrada del vergonzoso hotel, pero esa vez no fue así. En la recepción le dijeron que en la 32 la estaban esperando. Quiso seguir el juego, que le pareció divertido, y abrió la puerta de la habitación con cuidado, pero el chirrido de la herradura oxidada delataba a cualquiera.
Lentamente divisó la acostumbrada cama apenas iluminada por la luz que entraba por la vieja ventana, y una lámpara encendida sobre la mesa de noche, en donde estaba una rosa roja, y una nota que tenía su nombre. La abrió.
«Siempre me gustaba cuando sonreías porque era como sentir que el amor, más allá de nuestro sexo, era ese placer que me dabas cuando te sentía feliz. Puedo entender que en el tiempo que compartimos juntos me hayas odiado por quedarme dormido, por no saber prepararte el desayuno o porque era un torpe envolviendo tu regalo de cumpleaños. Hay algo infinito que siento por ti y que ahora me está quemando por dentro, que me está dejando sin vida, que me va quitando todos los sentidos. Sabes, amor, cuando tú ríes eres hermosa y las pocas veces que te vi llorar mi corazón era cristales partidos, aunque confieso que no lo había sentido así como ahora, tan doloroso. Podría decirte que eres una maldita zorra, pero el amor que siento hace que termine castigándome yo para no castigarte a ti.
Mientras leías esto yo estaba muriendo y cuando termines de leerlo quizá ya esté muerto, pero no te preocupes ni intentes nada, porque si algo me llega a quedar de vida, se terminará en cuestión de segundos, será imposible que me vuelvas a tener a tu lado. Si pudiera verte llorar en este momento, nada más podría partirse porque de mí ya no queda nada: comencé a quebrarme desde que supe que siempre venías a este lugar escondida de todos a encontrarte con otro hombre. Ojalá pudiera verte llorar luego de que cierres esta nota angustiada y nerviosa cuando te enteres que, cuando escuché que abriste la puerta, me tomé diez pastillas que me matarían, aún sabiendo que una tendría suficiente. Estoy en el baño, debajo de la regadera, muriendo o ya muerto, mi vida, siempre puntual.
Tu esposo, Sebastián».