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Contracorriente

Decir que hemos estado dentro de un asedio sin precedentes ya se torna casi aburrido. Y sin embargo, varixs tenemos la necesidad de compartir al menos alguito de lo que aquello representa en nuestras cotidianidades. No sólo por una búsqueda de legitimación de la experiencia, sino por una necesidad de escucha, de no sentirnos solxs. De querer compartir nuestras cotidianidades con otrxs, con lxs nuestrxs lo que nos pasa, y se sabernos escuchadxs y reconocidxs en medio de esa experiencia tan propia y tan colectiva al mismo tiempo.

Lo que es tan de unx se hace lo que es tan de todxs.

Estamos a sólo un día de la celebración (sí, celebración. Nosotrxs, a pesar de todo, celebramos incansablemente) de la elección popular de candidatxs a una asamblea constituyente. Estando a la emocionada espera, muchxs hemos incluido dentro de la rutina diaria la neo-movilización por la ciudad (en medio de prácticas estúpidas que atentan contra el libre tránsito y el desenvolvimiento libre de individuxs y del colectivo, que además sí son dictatoriales) y todo lo que aquello conlleva.

Un amigo gringo me preguntaba el otro día que cómo estaba, que cómo veía la vaina, y yo le respondía que acá seguimos yendo a trabajar. Porque toca, porque sale, porque es suma e indispensablemente necesario. No sólo porque hay que producir pa comer, sino porque creo que hay una necesidad que va más allá de nosotrxs de estar en constante movimiento, de nunca detenernos. Camarón que se duerme se lo lleva la corriente, y en esta tierra de gente bravía, desobediente, resistente hasta la médula, nosotrxs nadamos contracorriente.

¿Hay tranca? Seguimos. ¿No hay Metro? Seguimos. ¿No hay camionetica o quieren subir el pasaje a 300? Seguimos

Hay algo en nosotrxs que se niega rotundamente a ceder el terreno que otro pretende arrebatarnos, más aún cuando es de una manera tan violenta y desaforada. Lo que es nuestro, es nuestro. Y en la medida en la que podamos, lo protegemos. Y sí, somos un bonche. Lxs que estaban en la marcha y quienes la atravesamos lo recordamos sonrisa en cara: acá no dejamos de sonreir y celebrar, incluso con el enemigo a la vuelta de la esquina. Es más, nos gusta que el muy mardito nos vea riéndonos, bailando salsa y tripiando. Es casi, casi, una invitación seductora a que se llegue el muy gafo.

Sí, nunca nos catequizaron. Nos robaron lo original, lo propio, lo nuestro, y lo sustituyeron por sentidos comunes tan lejanos a quienes somos y que —no se nos olvide nunca— nos criaron y definen qué y cómo nos movemos. Pero después de tanto nos brota por las venas, constantemente, esa necesidad de decir “pa’ lante es pallá”. A pesar de todo, a pesar de nada. Nuestra identidad reside justamente allí: en el bonche, en la sonrisa, en la fuerza movilizadora que nos hace continuar sin parar.

Justo esa movilización tan persistente signa nuestras cotidianidades. A pesar de que haya empeños históricos (sabemos cuáles son. Hoy quedémonos en la enunciación de lo bonito y de lo que es nuestro, de lo que nos hace ser quienes somos) que logran interceder violentamente sobre el desenvolvimiento de las vidas nuestras, el día a día y de que nosotrxs estemos atravesando un proceso revolucionario histórico y sin precedentes que logró cambiar y re-posicionar la visión de las cotidianidades (en todo sentido), lo que no se ha ido nunca es ese rebote confiao, sonrisa a’lante que se sabe en la certeza de la necesidad de protección de su territorio y que es nuestra gasolina.

Ahora, ¿cómo nos relacionamos con el espacio, con lxs otrxs o con nosotrxs mismxs cuando la circunstancia forza irremediablemente a modificar los patrones a los que estábamos acostumbrados? Las mujeres, por ejemplo, estamos forzadas y nos enfrentamos a modificar algunas prácticas que hacíamos en medio del cumplimiento de nuestro rol histórico de género: con o sin guerra económica, asedio, trancazo mamagüebo, pasaje subido, igual toca cocinar, limpiar, lavar, sacar cuentas (especialmente de las birras de más —o de menos— que nos tomamos), intentar guardar platica (también para asegurar lo anterior) o, simplemente y como siempre, resolver.

Pero, ¿cómo la guerra misma nos ha modificado a nosotras? ¿Qué hemos cambiado y qué seguimos manteniendo? ¿Cómo hemos transformado nuestras prácticas? ¿de verdad lo estamos haciendo? ¿O sólo se queda en la resolvedera autómata? ¿Estamos modificando, realmente, sentidos comunes? ¿Y la antropofagia?

Una cosa es la quejadera y la fulana catarsis, y otra darse cuenta, hacer conciencia, de cómo todo aquello ha mellado nuestras cotidianidades. ¿Somos el camarón que se duerme o somos el que nada contracorriente? Guerreando, frenteando.

Estamos en guerra, sí. Pero hay un montón de cosas que siguen igual: seguimos comprando maquillaje, seguimos preocupadas por tener una figura perfecta, nos siguen silbando en la calle, nos siguen diciendo en el trabajo que nos planchemos el pelo, seguimos cuaimeando, seguimos siendo oprimidas por el mismitico aparato que es partícipe activo en esta guerra y que ha tenido un papel fundamental históricamente.

El constructo cultural que nace del capital y del patriarcado oprime y apabulla más arduamente con todas sus herramientas en momentos de crisis porque es allí donde nuestros sentidos comunes (tan bien armados, tan inflexibles, tan bien construidos) dirigen nuestras movilizaciones con más fuerza, y esas movilizaciones responden en primera instancia a necesidades producto el mismo sistema patriarco-capitalista.

Entonces, ¿qué es lo que sí cambiamos? ¿Qué es lo que pasa que no nos dejamos joder, que frenteamos así, que protegemos lo nuestro y a los nuestros con tanto empeño? Si esos sentidos comunes que nos criaron, formaron y forjaron son tan duros e inflexibles, ¿Por qué nosotrxs no somos catequizables?

Todas las cosas impuestas vienen de supuestos de ficción, de nubes discursivas ambiguas que terminan haciéndose realidad tajante en la medida en la que se instalan en los imaginarios colectivos de sociedades específicas; pero precisamente como son impuestas las podemos transformar, y quizá en esa certeza radica nuestro empeño antagónico y casi contradictorio de continuar defendiendo el territorio amenazado en el que ponemos los pies y hacemos vida a pesar de que nuestras cotidianidades estén tan signadas por prácticas que le hacen el coro al patriarco-capitalismo día a día.

La forma en la que nos movilizamos y diseñamos nuestras cotidianidades según nuestras circunstancias, la coyuntura y la realidad político-social parte directamente de lo que heredamos: tanto la mierda que desde la colonia nos metieron en la cabeza, como la fuerza resistente tan movilizadora y fuerte que nos trajimos de nuestrxs indixs. Entonces, sí hay tanta fuerza sí podemos transformarnos y movernos distinto, sí podemos ceder ante los cambios, sí podemos construir desde otro lugar que no conocemos y que apenas empezamos a explorar, y también podemos seguir nadando contracorriente, siendo irreverentes, siendo nosotrxs en nuestra máxima expresión.

Somos es nosotrxs en nuestro mejor/peor momento. Aprendamos a vivir con las dicotomías.

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