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Yo soy es tremenda

Foto: Miguel Hurtado | El Estímulo

Yo soy es tremenda. El fin de semana me llegué al festival El Convite, en la plaza de los Museos de Bellas Artes, y me puse a hacer la cola de los hombres para que un policía prácticamente me jurungara el güevo.

Había pasado la prueba de fuego de dos uniformados hasta que me tocó abrir el bolso en toda la entrada del parque Los Caobos. No me dejaron pasar porque tenía una botella de plástico de caña clara que había comprado unas horas antes.

Yo andaba con una amiga, a quien le jamaquearon hasta las tetas, y tampoco la dejaron entrar porque tenía dos polvos de maquillaje. No sé cómo hizo, pero los pudo esconder y pasó a buscar a otro grupo de amigos que estaba ya vacilándose el evento.

Me senté frente al Museo de Ciencias a esperar a un pana y a pensar cómo podía hacer para resolver la situación. Quería dejar la botella escondida entre unas de las matas de los alrededores, pero era mucho el riesgo de no encontrar cuando volviera esos 180 bolívares que me había costado.

Mientras esperaba se me acercó una chama de ojos claros, así toda dispuesta y medio arrebatadita.

−Amor, ¿ya tú pasaste?, me preguntó.

−No, todavía no, le contesté.

Se sentó a mi lado y pensé «aquí fue, me robó esta pana». Pero no, no fue así, la tensión delincuencial de Venezuela me traicionó en ese momento.

Me dijo que necesitaba guardar algo, pero no había encontrado dónde, y ahí mismo comenzó esconderlo en su zapato izquierdo, favorecida por el «escondite» que yo le daba. No me percaté de qué era, solo vi cómo forcejeaba mientras ella veía a los policías fijamente y hablaba conmigo.

−Es una inyectadora. Yo soy es trementa, mi vida, me soltó ella sin mucha vaina. Luego se dispuso a hablarme de su profesión: se dedicaba a robar en los centros comerciales. Un día antes la habían descubierto y le quitaron tres bolsas pequeñas de comida que había hurtado.

«Tenía un café gourmet sabor a cereza que costaba sesenta palos y lo peor es que no me agarró un policía de estos, sino un maldito vigilante. Coño, déjame el café y quítame lo demás, ¿verdad? Me quitó todo», me decía cercanamente. Luego, se paró, hizo la cola de mujeres nuevamente y pasó.

En todo ese tiempo de espera, calculo unos 30 minutos, me di cuenta de cómo otros chamos le daban dinero a los pacos para que los dejaran pasar. Normal. Llegó mi amigo y dejamos la botella en un kiosco del Eje, en donde siempre solemos tomarnos unos de esos tragos candelas que llaman ‘Hasta nunca’, y volvimos a lo nuestro.

Hice mi cola, me jurungaron el güevo otra vez, y finalmente pasé. Estuvo genial: el ambiente, la música, los tragos, el humo y la pasión que inesperadamente se despertó. Volví pasadas las 10:00 de la noche a buscar mi botella. El señor que atiende el negocio ya había cerrado.

Al día siguiente me dispuse a cruzar más de 15 estaciones del Metro para ir a buscarla y, teniendo esto como excusa, tomé algunos tragos como agradecimiento por esa segunda. No se tomó la botella como «echando broma» él mismo me había dicho la noche anterior que haría.

Porque ustedes saben, aquí la gente vive diciendo las cosas así, «echando broma».

@Luisdejesus_

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