Las cosas marchaban bien para Andrés esa noche en la que fue a su primer día de gimnasio. Después de un entrenamiento básico y agotador, y de un largo día de trabajo, llegar a casa era como un regalo para sí mismo. Martes 3 de junio, pasadas las 8:00 de la noche y se disponía, con sus piernas temblorosas, a tomar el metro hacia la dirección Propatria, como lo había hecho desde hace algunos meses.
Andrés, quien apenas llevaba un bolso, sintió vértigo y una extraña sensación en el estómago al momento de bajar las escaleras mecánicas de la estación Los Dos Caminos del Metro de Caracas. En ese momento, si había almas en pena, entonces tendría que ser él y, por supuesto, también el Guardia Nacional que se encontraba ya abajo en la estación. Esa sensación de nerviosismo que había sentido arriba, antes de bajar, probablemente le advertía que debía tener cuidado con ese sujeto de uniforme verde.
La voz se le cortó cuando escuchó un «échate para allá» que soltó, hablando como si fuera un malandro, el militar. Se escuchó en la lejanía el sonido veloz de un tren que dejaba a los pasajeros en el andén. Andrés no quería pensar nada más que el efectivo simplemente estaba realizando su trabajo, así que, con pequeñas gotas de sudor en su frente, esta vez por los nervios y no por el ejercicio, se hizo a un lado en el lugar carente de luz y sacó todo lo que tenía en su pequeño bolso: algunos envases del almuerzo que le había preparado su madre la noche anterior, un pote de agua que había preparado para hidratarse y algunas que otras pertenencias que cualquier ciudadano suele llevar consigo a diario.
«Dame el teléfono». ¿En serio le estaba pidiendo el teléfono? Andrés se lo dio. El Guardia Nacional, con un tono amenazante, le dijo que iba a averiguar si el dispositivo era robado. Andrés dudó. ¿Por qué tendría él que dejarle revisar su teléfono si es un equipo personal? Logró quitárselo y, con la voz temblorosa y no tan clara como la suele tener, le pidió al de verde que lo revisara, pero en un lugar en donde hubiese más personas.
Para resguardarse y sin saber cómo, el joven de 23 años decidió caminar rápidamente, casi corriendo, hasta los torniquetes. «El Metro de Caracas da la hora: son las 8:27 minutos». Tic tac, cada segundo parecía interminable y la persona que debía proteger sus derechos como ciudadano lo estaba persiguiendo agresivamente. «Sí me vas a revisar, hazlo aquí». El corazón acelerado y el miedo también latiendo en Andrés se tambalearon cuando recibieron un golpe del Guardia Nacional, quien, gozoso y valiéndose de su uniforme, manipulaba su arma como para dar peso a sus amenazas.
«Pero ¿por qué me pegas?», preguntó Andrés y dejó saltar algunas lágrimas por la injusticia que se cometía en su contra. No entendía nada y se sintió como si realmente fuera un delincuente del Capitolio. Qué decepción, qué tristeza, qué impotencia. ¿Cómo poder hacer algo? Otro tren llega a la estación, apenas algunas personas ve a lo lejos. No sabe porqué tomó la decisión de bajar por esa entrada que da hacia el centro comercial Millenium y no por la otra, donde había más gente. Probablemente todo esto no le estuviese pasando.
«Me está pegando, me está pegando», comenzó a gritar para llamar la atención de algún curioso. ¿Habrán pensado ellos también que era un delincuente del congestionado centro de Caracas y que un efectivo de la Guardia Nacional lo había atrapado? No lo sabe, no había tiempo para analizarlo. Las súplicas de Andrés generaron más ensañamiento por el uniformado: comenzó a pegarle más, como si esa fuera su autoridad.
–«Chamo, yo soy periodista»
–«Y yo soy Guardia Nacional»
Es un profesional, no un delincuente. Eso era lo que quiso hacerle saber Andrés. A esa distancia ni siquiera se escuchaba el sonido de los torniquetes del otro lado y, aunque algunos veían, nadie se acercaba. Era un Guardia Nacional, quizá estaba haciendo su trabajo. Mejor no meterse en esos asuntos.
Apareció otro Guardia Nacional (2). ¡Por fin! ¡Por fin alguien razonable que detenga las agresiones! Andrés intentó explicar qué sucedía, pero, para su sorpresa, el segundo uniformado estaba al tanto de todo, era un cómplice, y esperaba su turno para también amenazar: «Quédate quieto porque sino te voy a cachetear, que si esta vaina es robada yo mismo te voy a llevar al tribunal y te voy a caer a coñazo».
No había otra explicación, ambos pretendían robarle el teléfono. Era eso. Por eso la agresión, por eso las ganas de meterle miedo, por eso las amenazas sin ningún motivo. Con realizar la requisa necesaria y verificar su cédula de identidad era suficiente.
Uno de los curiosos llamó a uno de los operadores. O al menos eso es lo que ahora cree Andrés. Nuevamente tuvo que explicar lo que sucedía. ¿Habrá hecho algo ese operador? Después de todo, ¿habrá denunciado a los militares o habrá callado? Era como si hubiese tenido su vida en riesgo, como si hubiese tratado con delincuentes y no con representantes de la seguridad.
Los militares le pidieron a Andrés que se metiera en la caseta de los operadores. Estaba vacía, no había nadie porque allí ahora nadie trabaja. Se negó. No entraría él solo a la caseta con los dos guardias que lo han agredido sin razón alguna. Lo dijo y no hubo otra opción.
El operador que había llegado minutos antes esperó con él. Los militares, con la cédula de Andrés en mano, salieron para supuestamete investigarlo, según dijeron. Andrés aprovechó esos minutos revisar su teléfono con sus manos aún temblorosas y borró la conversación que tenía en el chat grupal del medio digital informativo para el que trabaja. No volvió a escuchar trenes ni la hora por los altavoces. No porque no haya sucedido, sino porque todos sus sentidos habían tenido un choque escandaloso.
Los minutos pasaban y pasaban hasta que sumaron unos treinta. ¿Se habrían tardado intencionalmente? Andrés estaba seguro de que sí, de que solo querían hacerlo esperar, de hacer más extensos su miedo, sus nerviosos, sus palpitaciones sin frenos. «Toma tu cédula», le dijo uno. Agarró su identificación y salió. Cruzó los torniquetes en donde inicialmente se había detenido y en donde había recibido aquellos golpes injustos.
En ese momento quería llorar, quería llorar bien, quería quitarse toda la arrechera que había en sus venas, quería llegar por fin a su casa y llorar, llorar. Llorar porque es injusto, porque Andrés sabe que hay delincuentes civiles en las calles robando y también hay delincuentes militares haciendo lo mismo.
En el andén, ese que va hacia Propatria, había un ángel, así hasta ahora lo describe. Una vieja amiga lo vio y rápidamente le preguntó, por si aspecto, si estaba tomando. Andrés no halló palabras y la abrazó. Con el pasar de las estaciones, mientras calmaba todo el mar de ira cuyo oleaje le golpeaba dentro, le explicó lo que había pasado. A Andrés le dolió su país.
El joven aún tiene miedo y ya no quiere usar esa estación del metro, no quiere ir solo. Esperar un autobús, como sea, le resulta mientras una mejor opción. Así entonces es como un profesional de la República golpeado por militares se pregunta cómo esos señores que salen en la televisión pueden asegurar que la Guardia Nacional es gloriosa. ¿Gloriosa dónde?
«Me deja en la parada, por favor».
Relato basado en declaraciones del joven periodista que fue agredido por dos efectivos de la Guardia Nacional en la estación Los Dos Caminos del Metro de Caracas el pasado martes 3 de junio, al rededor de las 8:00 de la noche. Por su seguridad, su identidad fue resguardada y se hizo uso de un nombre ficticio.