“Si me hubiesen advertido que las deudas de amor se pagan con odio/ y quede los exilios no me quedarían más que fotos amarillentas me hubiera arrancado a dentelladas este corazón/ para gitanear ilesa entre guerras, traiciones, y el esfuerzo de sonreír a la cámara dos veces al año”. −Ingrid Tempel
Exilio no significa otra cosa que no sea destierro. Para muchos es difícil abandonar su propia tierra bajo la obligación y las amenazas; para otros, es cuando ocurre dentro de ellos mismos. Así como a mí.
Esta es la entrega que le sigue a Fragmentos, una secuencia de fechas en las que conté, de una forma muy personal, momentos y experiencias que han desatado una serie de intensidades que escribo para conservarlas por si en la vida de repente la memoria me falla o por si alguien que las haya vivido conmigo, entre esas líneas se encuentra.
17 de junio. La vida a veces presenta las cosas de una forma maravillosa, pero otras veces no las comprendo. Me sentí extraño. Hubo mucho tiempo en el que estuve realmente solo; hubo tanta gente que se fue de mi vida y otras que terminé de sacar porque no me acostumbraba su intermitencia exasperante.
Cientos de salidas solitarias, latidos acelerados, días sumergidos en una rutina agobiante, asfixiante. Entonces, luego de que alcanzo alguna cosa parecida a la tranquilidad, comienzan a llegar a mí tantas personas que no sé qué hacer con ellas. Y no comprendo estos excesos. Honestamente, no tengo el mínimo entusiasmo ya de que vuelvan esos que alguna vez hice parte de mis días. Fue un proceso arduo, difícil, complejo e incluso doloroso por todo lo que ello significaba; fue una forma de conocer qué tanto pude sostenerme.
En ese entonces fue cuando me adentré aún más en el perturbado mundo de la escritora argentina Alejandra Pizarnik. Sus escritos llenos de tantos vacíos y significados me arrastraron. Una amiga un día me dijo que me cuidara de ella. En cierto punto llegué a sentir miedo de mí, demasiado miedo. Algunas personas cercanas me hablaban. Las constantes preguntas del qué me sucedía. Nunca daba respuestas. Algunas otras se preocuparon por tanta nostalgia y mi apego por la suicida. Sin ser explícitos, me advertían de elegir un final como el de ella.
Claramente eso para mí no es posible, pero uno a veces se vuelve tan frágil que piensa de todo. Allí comenzaron otra vez las salidas solo. Despertaba, desayunaba, agarraba mi bolso y salía a disfrutar de cualquier lugar que pudiera encontrar. Caminaba, escuchaba música, leía. Los parques, el teatro, las plazas, las calles, los cafés, los museos y algunos bares comenzaron a ser reconfortantes, y fue entonces cuando recobré toda esa intención de disfrutar de todo aquello en soledad, como siempre lo había hecho, sin pesadumbres.
25 de junio. Estoy agotado de mis pesadillas. Es como si me persiguieran, siempre son las mismas. Agua, mucha agua, mar, nado; barcos, me caigo, se hunden; ascensores que se desprenden; correr y no tener fuerzas para seguir, calles oscuras, personas extrañas moviéndose en ellas.
Buscar significados no sirve de nada, no me siento en ellos, son todos abstractos. Me asfixian y despierto exaltado sintiéndome inseguro en este cuarto de paredes descuidadas. El temor a veces llega cuando es hora de dormir. Y asusta.
28 de junio. Me pasó algo que me hizo sentir un poco tonto. Cuando iba en el metro -ese lugar repleto de historias- se subió una maestra con cinco niños especiales y dos señoras más. La maestra, con su paciencia en el vagón lleno, les decía: «No se asusten», «no pasa nada», «tranquilos».
Me quedé mirándola a ella y a ellos. En una estación se bajó un gentío y un desesperado salió empujando un poco. «No empujen que son niños especiales», dijo ella. El señor, sin detallar, respondió que había pedido permiso y una señora que andaba con ella no se lo había dado. «Es que ella es sorda», replicó la maestra. Luego de haber escuchado ya a algunos desesperanzados, de pensar cómo esa maestra, de unos 28 años, llevaba tanta calma, de imaginar cómo era la vida de cada uno de sus niños (la alimentación, sus medicinas, la vida de sus padres).
Luego de ver que ya los amables adoptaron una cultura que no es de ellos -y hasta a veces yo-, me llené de tristeza y quise llorar, pero me aguanté. Respiré profundo y continué mirando las luces de los túneles que velozmente alcanzaba a ver por la ventana. Se bajaron. Seguí.
30 de junio. Hace tanto de aquello. Y aún hoy, todavía, vuelvo. Hacía mucho que no lo hacía y esta vez fueron mis pies los que me trajeron hasta aquí. Como quienes se miran a los ojos diciéndose mil cien verdades, y sin derecho a réplicas.
7 de julio. Si no hubiésemos podido encontrar un lugar en donde realizarle una transfusión, mi hermana habría muerto. Una bolsa, solo una bolsa de sangre ayudó para estabilizarla. Qué sensación tan extraña es sentir que alguno de tus hermanos está en una situación así, en ese límite.
9 de julio. Por aquellos días yo no tenía miedo. Es más, podría afirmar que nací otra vez en ese momento en el que lo conocí; quiero decir, en ese momento en el que me hizo sentir nervios. Incluso, cuando no sabía si besarlo en aquella habitación de paredes de color claro y luces apagadas.
10 de julio. Ojalá algún día aprenda a escribir cosas desde el amor y no siempre desde la nostalgia.
10 de julio. Ahorita llevo a un niño inquieto en el pecho que me pide que viaje, que me quede acampando en El Ávila o en alguna playa solitaria, que busque atardeceres en otros lugares lejanos y camine las calles bonitas de los pueblos de nosédónde.
16 de julio. «Él era una persona a veces rara, solitaria, nunca le gustaba nada y en ocasiones escribía cosas tristísimas. Siempre estuvo como esperando algo, o a alguien. Lo queríamos, claro». Personas en mi funeral.
20 de julio. Qué egoísta sería si comienzo a salir con una persona solo para escapar de mis soledades; más que ser honesto con alguien, debo ser honesto conmigo mismo. Yo no puedo estar jugando con el tiempo de los demás, y creo que a muchos les falta eso de hablar con sinceridad, sin rodeos.
2 de agosto. Siempre he imaginado vivir en una casa sencilla, pero bonita. Con muchos cuadros, fotografías y libros, aunque leer no sea mi mejor hábito; ventanas y un balcón lleno de matas coloridas, en donde vea en silencio cómo se quedan las calles nostálgicas cuando caiga la lluvia.
10 de agosto. Ese día me declaré en estado emocional vegetal. Él aguardaba aún a mi lado por si respondía a la paciencia de su amor, pero yo no reaccionaba de ninguna forma. Con la mirada perdida, solo quería que se diera cuenta de que en mí ya no había nada y le suplicaba que me dejara morir.
10 de agosto.- Lo tuve tan cerca que no dejaba de mirar sus manos, los vellos de sus brazos y sus labios provocativos. Por primera vez sentí que el gentío a nuestro alrededor no me generó desprecio: hubiese detallado cada poro o cada vello de su barba recién afeitada si así lo hubiese querido.
12 de agosto. Desde que me fui de mi casa, en ninguno de los cuartos que he alquilado para empezar una vida los podido sentir como un hogar. Han sido solo cuartos en lugares desconocidos que ni quisiera forman parte de mí. Me encierro junto a mi soledad porque fuera de ellos tampoco hay nada.
12 de agosto. «Las personas que entregan su alma y su destino a la soledad no tienen fe. Sólo esperan. Esperan el día o la hora en que puedan dilucidar todo lo que les ha conducido a la soledad con las personas que son responsables de ello». Algo que necesitaba leer.
13 de agosto. Ya no soporto el ruido en este lado de la ciudad. Quisiera vivir en un piso número diecisiete y acercarme en las noches a la ventana solo para fumar un cigarro mientras veo la vida pasar en silencio. ¿Por qué pasa esto? ¿A qué se debe este sentir? Es difícil cuando uno no se halla en ninguna parte y anda siempre como un mendigo por las calles tratando de encontrar un cartón para arroparse del frío y pasar la noche. Solo eso, pasar una noche arropado del frío. En esta sensación no existe una tregua.
Silencio.