Soy hija de un músico, por tanto, he asistido a conciertos desde antes de nacer y eso me ha convertido en una melómana sin remedio, con un gusto musical bastante diverso y ecléctico, capaz de disfrutar cualquier género existente, con sus excepciones claro está porque, hay algunos que, aunque me digan que es entrada libre, jamás asistiría.
Aquí les dejo los primeros cuentos de algunos eventos a los que he ido.
Bailantas
Hubo una época en la que casi todos los fines de semana, había un concierto en Caracas. Muchos fueron un gran “ventetú” de distintos artistas nacionales e internacionales, que se sumaban a una larga lista de agrupaciones en eventos maratónicos, con un precio de boleto casi simbólico.
No me pelé, prácticamente, ninguno de los que se dieron cita en la Base Aérea ubicada en La Carlota. Eran una suerte de festivales, donde se reunía casi toda la población de la ciudad capital y los que viajaban para no perderse esa gran bailanta. Compañeros de clase, vecinos y familiares, nos encontrábamos desde muy temprano para hacer la larga fila, donde te registraban hasta el pelo, para que no entraran ni bebidas, armas letales ni sustancias psicotrópicas (pero que igualito pasaban) para luego disfrutar del clima, generalmente soleado y todas las bandas que se presentarían en ese majestuoso día. A menos que estuvieras dispuesto a caerte a golpes para estar muy cerca de la tarima, podías vacilarte la vaina desde lejos y aprovechar de tomar sol.
Hubo un concierto de estos al que asistí y no llevé mucho dinero, por lo que mi ingesta de comida y líquidos fue prácticamente nula, lo que al final del día, me ocasionó un desmayo inminente por deshidratación extrema, justo cuando se montaba a cantar Franco de Vita. Entre 6 amigos del colegio, tuvieron que cargarme hasta el puesto de los paramédicos, no estaba fácil levantar a la gordita del grupo. Yo iba insolada e inconsciente pero a lo lejos escuchaba la música y aún así, medio moribunda, iba balbuceando las canciones cuando llegué frente al bombero que me atendió. “Otra sedienta” dijo, me recostaron y luego me dieron agua con gatorade para que agarrara color, porque estaba pálida, a pesar de haber llevado sol como una teja todo el día.
Punto de encuentro
Si todos tenemos un pasado oscuro con respecto a las bandas que alguna vez nos gustaron, yo tengo el mío: Maná. Este grupo mexicano vino varias veces al país y una de esas la cita fue en el estacionamiento del Poliedro de Caracas y como artista nacional se presentarían Los Amigos Invisibles.
Yo conseguí el permiso porque íbamos algunos amigos del colegio y un primo. Sino, ni soñarlo. Tenía 15 años. Ese día me puse una braga de bluejean y en el bolsillo del pecho llevaba: mi cédula de identidad, la entrada al concierto, 100 bolívares (del billete marrón) y una tarjeta telefónica. Yo no tenía celular, el primero lo tuve a los 18 como les conté aquí. Pero mi primo César si llevaba su Nokia encima, por si se presentaba cualquier eventualidad.
Cuando llegamos al concierto, todos nos pusimos de acuerdo que, si alguno de nosotros se llegaba a perder, no encontraríamos en la gran pared blanca del museo Alejandro Otero, mejor conocido como el Mavao. Nos ubicamos como a la mitad del aforo, no muy cerca de “la olla”, porque éramos 4 mujeres y 2 hombres, en esta oportunidad no íbamos a estar en el pogo que siempre se armaba. Todo iba muy bien, cuando faltaba como una hora para que comenzara el evento, empezó a caer un palo de agua increíble. Decidimos mojarnos para no perder la ubicación que habíamos escogido. Cada vez que escampaba un poco, la miniteca de turno ponía a sonar la misma puta canción, “Ameno” de un grupo llamado Era, que mezclaba cantos gregorianos con música electrónica. La escuchamos tanto, que todo aquel que estuvo en esa noche, llegó a odiarla.
Ya habían pasado muchas horas, nadie se movía, a pesar de estar absolutamente empapados. Todos esperábamos a que se montaran los artistas y así ocurrió pasadas las 12 de la noche, comenzó el concierto de los mexicanos y no pudimos ver a los nacionales. Cantamos dejando el gañote y ya no importaba la lluvia, el hambre ni el cansancio. Cuando habían tocado 4 canciones una de las muchachas que iba con nosotros, se desvaneció y su hermano, la llevó cargada hacia el puesto de la Cruz roja. Luego de unos minutos, mi primo se preocupó porque no regresaban y decidió ir a ver si todo estaba bien. Nos quedamos 3 mujeres solas vacilando lo que quedaba de concierto.
Luego del “Gracias Venezuela, los queremos” que dicen todos los artistas extranjeros, emprendimos nuestra marcha hacia el punto de atención médica para encontrarnos con los demás, pero la miniteca esa del coño, no conforme con habernos torturado con la bendita cancioncita, decidió repartir obsequios con su logo a los asistentes que (como perros hambrientos) se volcaron para atajar lo que sea que estuvieran lanzando desde el techo de un camión cercano a nosotras. Íbamos haciendo una cadeneta agarradas de las manos pero la avalancha de gente nos pasó por encima y no nos volvimos a ver.
Cuando pude llegar al toldo de paramédicos, nadie tenía registro alguno de haber atendido a mi amiga desmayada. Desconcertada, cansada y algo asustada, recordé la pared blanca del Mavao y me fui hasta allá y me senté a esperar a los demás, junto con un montón de gente que también había cuadrado ese espacio como su punto de encuentro. De pronto, un par de muchachos comenzaron a discutir y se fueron a las manos, la coñaza se fue extendiendo y llegaron los efectivos de la guardia a implantar el orden a punta de peinillazo. No median palabra con nadie, todo el que estaba allí, llevaba su plan de machete por las piernas, tuvieses que ver con el peo o no.
La gente comenzó a correr para alejarse de los verdes y yo también. Corrí, corrí con miedo, casi que con los ojos cerrados, corrí duro, corrí. Cuando ya el aliento no me daba, me detuve y ya estaba muy muy lejos del poliedro, del museo, de todos. Estaba sola. Intenté reconocer algún espacio alrededor pero que va, yo no conocía nada hacia ese lado de la ciudad y entré en pánico. No quería volver porque me aterraba enfrentarme a los guardias despiadados pero no sabía qué más hacer. A lo lejos vi un teléfono público y me dispuse a llamar a mi primo. Caía la contestadora por más que insistí, así que no me quedó otra opción que llamar a mi casa. Sabía que me ganaría un regaño apoteósico, pero no tenía otra opción. Eran las 3 de la madrugada y despertar a cualquier padre a esa hora, es símbolo de que algo malo pasó.
No conforme con intentar explicarle a mi papá lo sucedido sin que se infartara, lo realmente difícil fue decirle que no tenía ni la más puta idea de donde me encontraba. ¿Qué ves a tu alrededor? me preguntó, había un edificio con aires acondicionados y muchas ventanas y a lo lejos la autopista. Me dijo que saldría a buscarme y que no me moviera de allí. Yo soy desobediente por naturaleza y seguí caminando hasta llegar a un semáforo que era lo más iluminado que veía, detrás había una calle que subía pero ni idea de a donde me llevaría. Me senté en la acera a esperar. Comencé a llorar, tenía mucho miedo. Se me acercó una pareja de chamos que se apiadaron de mi y me ofrecieron su compañía hasta que llegaran a buscarme.
Mi papá llegó como a la media hora. Su ceño fruncido no me daba muchos ánimos pero ya estaba más tranquila de saberme a salvo, a pesar de que me encontraba en la entrada del barrio Las Mayas, una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Ahora faltaba encontrar a los demás. En mi mente me los imaginaba golpeados por los militares o en una ambulancia. Para mi sorpresa, cuando al fin logramos encontrarlos, todos me querían matar a mí, porque la única que se había perdido, había sido yo.
No te pierdas la próxima entrega de estos cuentos de entrada libre.