por: Victoria Torres Brito
Yo no sé en qué momento de mi vida me convertí en chavista, sólo sé que El Comandante no figuraba en pantalla ni en primeras planas cuando eso sucedió. Es más, creo que fue mucho antes de que él comenzara a plantearle a este pueblo su ideal bolivariano y antes de que nos enteráramos de lo que llegaría a convertirse gracias al respaldo de muchos como yo, pero de algo estoy segura, no soy la única chavista.
Nací en una Venezuela llena de desigualdades, de carencias, de mentiras y falsas promesas. Crecí en medio de una guanábana partidaria que se repartía el coroto y se pimponeaban las corruptelas cada 5 años. Hasta que hubo un estallido, un grito desde lo más profundo del dolor y la pobreza. La indolencia y la indiferencia de unos cuantos llevaron al extremo la paciencia de un pueblo noble al que un día se les quemaron las tajadas y decidió no calársela nunca más.
La manipulación
Las diferencias en los colores de toldas y sobretodo en la cantidad de bocados y oportunidades de estudio estaban muy marcadas y dominadas por intereses monetarios. Llegaron a ir a hacer mercado en Miami o a tener el estilo de Las Muñoz Marín que contaba Nazoa, mientras otros, simplemente no comían. Muchos se aprovecharon y disfrutaron siendo amamantados por el inagotable oro negro que recorre los suelos de esta nación.
«Si es importado, es bueno» decían algunos. «Si es catirito y ojos azules, es bello», creando en varias generaciones una aversión por lo nuestro, un rechazo automático por lo que era de aquí. Bombardeados por marcas y comerciales de tv que tejieron por décadas un cultura ajena, vacía y consumista de la que algunos luchamos por deslastrarla del sistema. Valores torcidos que aún cuesta mucho trabajo enderezar.
Entonces una madrugada apareció esa boina roja para convertir un apellido en adjetivo. Para mover el piso, para caerle a cachetadas y plantarse firme ante las injusticias. Muchos le seguimos, nos identificamos, le respetamos y le amamos. Confiamos en que este era el momento para construir el país que siempre nos merecimos y que nunca nos permitieron tener.
De pronto, los bandos se endurecieron y encasillaron junto a insultos descalificativos y peyorativos, a todo aquel que osara acompañar a este soldado amigo. Etiquetas que permanecen intactas y que pretenden golpear una moral que fue forjada con sudor y con sangre. Los que nos atrevimos a escuchar con detenimiento lo que en largas alocuciones venía a decirnos y aprendimos de nuestro Padre Bolívar la verdad de nuestra historia, convertimos en verbo y alimento la lucha de los patriotas, comprendimos que la unión de un continente tan rico, era más que necesaria, era urgente.
Aceptamos las derrotas con dignidad y recogimos las enseñanzas de cada batalla, para emprender el camino de la emancipación y la autodeterminación, a querernos un poquito más. Engordamos la autoestima del venezolano enseñándolo a leer y a escribir, nos hizo visibles con cédula de identidad, a abrazar el sentido de pertenencia, a aprender un oficio, a sentirse con todo el derecho de conocer sus leyes, empoderarse y a ampararse en ellas para vencer.
Descubrimos que las realidades de los países no era todo lo que las grandes cadenas de la información mostraban y construimos puentes comunicacionales para desmentirlas y hacer llegar a todos los rincones la verdad de los pueblos. Nos convertimos en millones. Ya no era la única chavista.
La confusión
A pesar de la responsabilidad que conlleva representar esa palabra, por mucho tiempo me vi incluida como la novedad en mi círculo social de clase media desclasada, me presentaban como con otro apellido y título: «ella es mi amiga, la chavista». Muchas veces tuve que explicar, con la poca pedagogía que tengo, lo que significaba ser chavista y peor dar cátedra y exponer los motivos y razones que me llevaron a serlo. Era complicado, sobretodo porque no les cabía en la cabeza, ese frenesí por un simple hombre.
Al parecer yo no encajaba con lo que la contra había estigmatizado: tenía los dientes completos, había estudiado en colegios privados y me había graduado de la universidad. Vivía en un apartamento, hablaba inglés, tenía teléfono celular y no andaba descalza. «Eres la única chavista que conozco» escuché más de una vez, por no contabilizar las caídas apoteósicas de quijadas y ojos desorbitados cuando en cualquier reunión o fiesta se enteraban de lo roja rojita que era. «No lo puedo creer, pero si eres tan inteligente, tan simpática» (Esto me causaba mucha gracia porque una de las campañas de Chávez fue: somos alegría, somos mayoría).
Entonces la imposibilidad de entender y respetar, llevó a muchos a la confusión. No hallaban cómo identificarme, cómo adaptarme a las características de lo que se les había dicho que era un chavista. Sus estereotipos no encajaban. Este escenario los llevó lamentablemente a empatucar y quebrar relaciones de amistad e incluso lazos consanguíneos. Direccionaron hacia mí todo su odio por el gobierno, desahogaban sus desencuentros con el proyecto revolucionario, llegaron hasta a echarme la culpa de sus desgracias y frustraciones electorales.
Comenzaron a no considerar ni respetar que sencillamente pensaba distinto, que tuviera otra perspectiva de lo que sucedía en el país. Desde ciega hasta burra, intentaron ofenderme o agredirme verbalmente sin piedad alguna. Olvidando y pisoteando todo lo demás que habíamos podido haber vivido y compartido. Sólo por eso, por ser chavista.
Evito pagar con la misma moneda, pero a veces es difícil no caer en la tentación de responder y ponerse al mismo nivel y me he visto en la penosa necesidad de alejarme yo también, pero insisto y prefiero conservar las muchas otras cosas en las que sí estoy de acuerdo y aferrarme a esas afinidades para no tener que terminar botando años de amistad a la basura. Sé de muchos que simplemente no se calan nada de nadie y ni se molestan en discutir con paredes sordas. Algunos son tan malintensos cada vez que me los consigo, que culpan al gobierno absolutamente por todo. Así que opté por ni siquiera ignorarlos, para no desgastarme en discusiones fatuas.
Unos tomaron distancia permanente, otros comenzaron a alejarse poco a poco, llegaron al punto de inaugurar un festival de eliminadas en las redes sociales por no ser tolerantes, por no soportar el hecho de que una chavista les cayera tan bien o que hubiese compartido un aula de clase, viajes o momentos de felicidad a su lado. Otros optaron por aceptar que: pesaba más la persona que soy antes que cualquier otra discrepancia ideológica.
El voto secreto dejó de serlo y por más que enarbolara la bandera de Voltaire con aquello de «no comparto lo que piensas pero defenderé tu derecho a decirlo» se perdió en el camino de algunos. Las generalizaciones se asentaron en las conversaciones del día a día y se volvieron monotemáticos aquellos a los que nunca les había interesado la política. Ahora eran expertos opinadores de oficio y se dispusieron a rechazar a quienes decidimos seguir de este lado de la acera, aún cuando todos transitáramos por la misma calle y nos montáramos en el mismo ascensor. Conocí a quienes rechazaban de buenas a primeras todo lo que estuviese relacionado con el chavismo, siempre y cuando no les beneficiara de alguna forma un aire acondicionado a precio justo, un aumento de sueldo, un celular de calidad, un carrito chévere, o hasta una vivienda. Me encontré con quienes eran capaces de hundir el barco sólo porque no les gustaba el capitán.
La invitación
Errar es intrínseco del ser humano, el truco está en no repetir los mismos más de una vez, el miedo a no apreciar la diversidad en todos los aspectos y a juzgar de plano por una postura política está en todos lados.
La autocrítica es la base para el reimpulso decía Chávez, pero a unos cuantos como que se les olvidó. Ha habido ocasiones en las que no estoy completamente de acuerdo con las decisiones que se toman desde el gobierno y cuando lo expreso me dicen: «tu eres la única chavista con la que se puede hablar» o «es que yo sé que en el fondo, tu no puedes ser TAN chavista así». También he recibido demostraciones breves de tolerancia como cuando falleció mi presidente, una amiga me escribió para decirme «que a pesar de todo, ella sabía cuánto yo lo quería». Poner a un lado las diferencias, respetar, fortalecer la solidaridad y la comprensión, deben convertirse en deporte nacional, coño.
El camino que hemos recorrido ha sido difícil y con muchas situaciones en contra, aun así nos hemos crecido ante las adversidades, ante el saboteo, la antipratria, la traición y los intereses extranjeros que cada vez se desenmascaran y demuestran el peor rostro que tiene. Seguir la senda trazada por El Gigante Chávez debe ser nuestra única opción, si queremos de verdad que este país mantenga el rumbo hacia el socialismo. Los falsos discursos no tienen cabida en estos momentos, la gallardía y entereza de algunos dirigentes, se demuestra cuando se han embraguetado ante las situaciones más extremas, para seguir defendiendo un proyecto de país, para demostrar que un mundo mejor sí es posible. A pesar de las desavenencias y contradicciones que se han presentado, desafiando la lealtad, poniendo a prueba nuestro compromiso, cada vez entendemos que el camino es duro y largo. Si hacer revolución fuese algo fácil, cualquiera lo haría y no causaría tanta piquiña en los imperios vampiréscos. Los que han decidido rendirse, los que ahora que no tienen poder y los que pensaron que al estar aquí tendrían el mando para siempre, ahí está la puerta. No soy la única chavista que piensa que esta situación extrema que vivimos actualmente, es una oportunidad para todos nosotros de demostrar que, el tiempo de las mezquindades, oportunismos y egoísmos acabó. Mano zurda de hierro ante los abusadores y pensar en colectivo es la clave.
La invitación queda abierta para aquellos que se han alejado por estas razones, la unidad debe ser sincera, las verdaderas amistades deben ponerse como reto aceptar que siempre existirán las diferencias y que no avanzaremos si cada uno rema por su lado. Nunca sabremos de quien vamos a necesitar algún día una mano o una palabra de aliento. Seamos coherentes con el discurso que cada quien decida tener. Mantengámonos firmes en nuestras propias convicciones sin irrespetar a quien piense distinto.
En la variedad, está el gusto.