«Hoy
en mi pueblo
el hambre es rebeldía
y la poesía una máscara
donde oculto el verso amargo
alimento de este canto
y en la boca de mi pueblo
la tortura de cada día».
—Graciela Huinao
Hace poco estaba en el Metro y había tanta gente que me provocó apartarme de la cola desordenada, hacerme a un lado y respirar. Pensé incluso en sentarme en ese piso sucio para que me arrasara lo que me pudiera arrasar.
Me sentí agotado.
Agotado porque mi muro de contención, con el que le hacía frente a la realidad, se había desbordado. Ese día me desbordé de realidades, otra vez las realidades me habían ganado. Me arrasaron cientos de caballos preparados para una guerra. Desistí. Estuve a punto, a escasos milímetros, de dejar caer por fin mi cuerpo.
Como ya me ha pasado otras veces, pensé en ese preciso momento que no tiene sentido nada en este país. Que no tiene sentido cumplir con el trabajo, que no tiene sentido querer hacer las cosas bien, que no se puede esperar mucho y que la gente, los venezolanos, tampoco es que son tan buena gente como uno ha creído -o hemos intentado creer- durante toda nuestra vida.
Porque así hemos crecido, queriendo creer que como nosotros no hay en el mundo y eso es falso. No somos las mejores personas, no somos los más amables del mundo, no somos los más serviciales, los más educados. Las palabras nos llevan, cuando son livianas, pero también nos cachetean de frente cuando van pesadas de razón, de necesidad de reacción.
Tuve un momento agresivo que me revolvió todo por dentro y no sé qué es lo que quiero, no sé ahora qué es lo busco, no sé tampoco qué ni a quién espero. Tengo tanto miedo, y eso es triste. Estuve tristísimo. Y quizá aún lo estoy. Vaya a saber quién me podrá dar razones.
Siento todavía toda una represa caudalosa en mi desierto, quisiera llorar. Llorar tanto para quitarme toda esta árida angustia, toda esta indecisión peligrosa. Uno se hunde. Profundo. Con el peso de la desesperación por salir finalmente a flote para tomar un poco de aire hasta volver a bajar resignado.
Estas situaciones, estos encontronazos, nos sirven, por lo menos, para darnos cuenta -aún más cuenta, como si ya no fuera suficiente- de dónde estamos parados y qué tanto nos han cambiado en el transcurso de este tiempo ensordecedor. ¿Quién nos devuelve todo el tiempo que nos han arrebatado?
Lo poco que nos quedaba quizá también viaja en Metro, así como los demás, empujando ahora a cualquier persona que se le atraviese, sin ni siquiera mirar los rostros, sin ni siquiera sentir nada.
Fue raro. Me lo imaginé mujer, de edad desconocida, despeinada, con mucho y abundante cabello canoso, gris, negro. Ella va casi corriendo, desterrada, mirando constantemente hacia atrás entre la gente, huyendo de las persecuciones. Lleva algo abrazado en su pecho. Fuerte, tan fuerte para no dejarlo caer por los tropezones que ella misma causa. Pero no puedo contarles a ustedes de qué trata porque ni siquiera ella, a mí, yo que la creé, me lo ha revelado.
Me comen los nervios y necesito decirlo. Necesito expresarlo porque mis manos tiemblan. Estoy escribiendo esto y tiemblo. Hoy me pasa eso que dice Silvio Rodríguez en una de sus canciones, que la guerra es la paz del futuro. Guerra.
Guerra. Y por eso tiemblo.
«En verdad, muchas cosas dejaron de importarme. Y me alegro. Que me roben las maletas y yo pueda viajar con las manos libres».
—Alejandra Pizarnik a León Ostrov