Más allá de las ideas que pretenda mostrar, una película obtiene su valor gracias a su puesta en escena, es decir, al modo en que representa lo que cuenta. Si se usan las herramientas adecuadas, independientemente del tema o la ideología del filme, su alcance puede ser gigantesco.
Particularmente no creo en un cine cuyo valor recaiga en las ideas, no creo en un cine panfletario cuyo mérito sea vender un “mensaje”. Hay películas mal hechas que venden “mensajes buenos” y películas bien hechas que no venden nada, que no pretenden convencer, ni predicar una moral determinada y que sólo existen para el divertimiento del público. Escribió Oscar Wilde en el prefacio de “El retrato de Dorian Gray” que: “un libro no es en modo alguno moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo”. No hay películas inmorales o morales, ideológicamente incorrectas o correctas, hay películas bien o mal filmadas. Eso es todo.
“Disparen a matar”, mas allá de su temática, siempre me ha parecido una película bien filmada.
Azpúrua en este filme apuesta por la denuncia, pero el valor de la cinta no recae en ello, posee una carga dramática que arrastra, por el modo en que el conjunto (actuaciones, guión, escenarios, dirección), logra crear una pieza coherente, que genera un vínculo con el espectador.
La carga dramática de la historia se potencia a través de las herramientas que se usan para crear un discurso verosímil. Es así como desde el comienzo, con la visión casi poética de una Caracas nocturna, sórdida y peligrosa, la cinta muestra que el relato que va a contarse apuntala sus méritos en los detalles, en la profundidad y la atención que posee el montaje de todos sus elementos.
“Si tu quieres dártelas de mártir, yo no te lo voy a impedir, hazlo, pero yo no, yo tengo los pies muy bien puestos sobre la tierra”, le dice en un momento de la película Nancy (Flor Núñez) a Santiago (Jean Carlos Simancas), su esposo, quien intenta ayudar a una madre (Amalia Pérez Díaz) a esclarecer el crimen de su hijo. Castro Gil (Daniel Alvarado) lo mató en un barrio caraqueño en medio de un “operativo” policial.
La escena de confrontación entre Santiago y Nancy es una de las mejores del filme, pues dibuja a la perfección (amparada en las impecables interpretaciones) el sentimiento de soledad, y quizás pesimismo, que impregna toda la cinta. Ese sentimiento de desamparo con el que viven aquellos que quieren justicia en la injusticia, verdad en la mentira, y legalidad en un sistema corrupto, donde es más fácil “hacerse el loco” y no meterse “donde no te están llamando”, porque al final “no vale la pena, no pasa nada”.
El guión, escrito por David Suárez, respalda la visión del director, quien pretendió a través de su película: “incidir positivamente” en la realidad nacional de aquel entonces, tal como lo dijo en El Nacional, el 23 de octubre de 1991, poco antes del estreno.
Una realidad nacional que no cambia con el paso del tiempo y que vemos repetirse en otros lugares del mundo, pues a veces pareciera que la justicia sólo forma parte de la vida de aquellos que residen en Elysium, la ciudad de ciencia ficción de la película homónima de Neill Blomkamp.
“El cine tiene la inmensa posibilidad de incidir sobre la realidad. Es un arte que ayuda a vivir” dijo Carlos Azpúrua en 1991, cuando definía su película como “una reflexión sobre la inseguridad social y la crisis que esto genera”.
Más de veinte años después de su estreno, “Disparen a matar” sigue siendo una cinta valiosa y pertinente en muchos sentidos. Genera incontables cuestionamientos, a fin de cuentas, de eso se trata el cine, de proponer preguntas con un sinfín de respuestas.