Lejos ya de las fiestas de brujas, aprovechando el tiempo que ha pasado para que no se nombre tres veces y aparezcan, aquí voy con el primero de mis cuentos de espantos y aparecidos.
Que no me mire
Dicen que los pueblos cuando los dejan solos se llegan los fantasmas, y un pueblo como Boca de Uchire, en el estado Anzoátegui, no sería la excepción. Calles desiertas, llenas de casas abandonadas por la temporada baja y perros sin dueño, ladrándole a las sombras que se aparecen de vez en cuando. Mis tíos han tenido una casa en una urbanización por allá cerca de la Laguna de Uchire y ha sido nuestro lugar predilecto para disfrutar nuestras vacaciones. Al principio era una casa construida con paredes de plástico y se concentraba el calor de las pailas del infierno cada mediodía. Creo que fue el Huracán Bret en el 93, quien se la llevó y dejó sólo el techo, tuvieron que reconstruirla desde los cimientos. Quedó bellísima, un solar, un caney, 2 pisos, 4 cuartos y con una estructura muy agradable para toda la familia, cabíamos todos más los amigos.
No es lo mismo echarse un camarón en una hamaca en el balcón, a pasar la noche allí. Por eso siempre escojo el cuarto donde hay cama. Esa noche mi mamá dormía en una cama y yo en la otra, hacía calor y decidimos dejar la puerta abierta para que corriera la brisa. Se escuchaba el ruido de las olas a lo lejos y el movimiento de las palmeras que bordean la casa, dejaba entrar un poquito la luz del único farol de la calle. Esa calle que en temporada baja está sola y muy lúgubre.
Esa noche, mientras me cambiaba de posición para encontrar una más cómoda, entre dormida y despierta abrí los ojos y pude ver, completico, a la figura de un hombre parado y montado encima de la cama de mi mamá, estaba en sus pies y yo tenía la cabeza hacia la ventana, por lo tanto, lo podía distinguir a detalle: era de una estatura mediana, un hombre viejo, de unos 70 u 80 años, calvito arriba y con canas a los lados, la miraba complacido, como contemplándola. Cuando mi cerebro comprendió que se trataba de una entidad no viva, entré en pánico y no me podía ni mover ni hablar, me le quedé mirando a la cara y por dentro pensaba: «que no me mire, que no me mire» y ZAS! el tipo giró la cabeza hacia la izquierda, me miró a los ojos y me sonrió. Pegué un grito, casi me muero del miedo, con sobresalto me volteé hacia la pared y comencé a llamar a mi mamá para que se despertara y cuando lo hizo, encendió la luz y se acercó a mi cama, yo temblaba de miedo, no quería abrir los ojos. Me puse a llorar, estaba muy nerviosa.
Cuando le conté a mi mamá y le detallé al hombre en cuestión, ella comenzó a llorar de felicidad, según la descripción se trataba de mi abuelo (su papá), al que jamás conocí, porque falleció muchos años antes de que yo viniera a este mundo. Más nunca volvió a aparecerse, pero cada vez que voy a la casa de la playa, duermo en cualquier lado, menos en ese cuarto.
La chícora
«En las montañas de San Casimiro hay una historia del hachador, ¡No deberás cazar, Solo por ambición, O sino te enfrentarás, Al hachador!» así dice una canción y yo le creo, esa montaña es misteriosa. Una tía tenía una caserón inmenso y viejo, de esos que crujen de solo mirarlos, estaba ubicado por esos lares del estado Miranda, mucho monte y montaña, mucho cielo estrellado, frutas y verduras, huele a tierra mojada, huele a soledad, a misterio. Nos fuimos toda la familia a pasar un fin de semana por allá, desde que llegamos nos pusieron a limpiar el terreno de la maleza, para sembrar algunas «cositas», mi abuela, la mamá de mi papá, había muerto hacía algunos años y de ella recuerdo su sonrisa pícara y esa incertidumbre que deja el Alzheimer de no saber «¿quién eres tú mijita? pero la abuela les enseñó de todo, a coser, a tejer, a sembrar, a cocinar y ese fin comimos sabroso.
En la tarde fresca del domingo, mientras todos los demás echaban pico y pala en el terreno, yo me escapé y me recosté en una hamaca cerca del zaguán y me puse a escuchar música con mi discman. Habían repartido las tareas junto a un instrumento de trabajo, mi hermana agarró la escoba, mi papá el rastrillo y así, porque cuando me tocó a mi, ya no había más implementos para trabajar y por eso me escapé. Mientras descansaba, de pronto se cayó de la mesita del centro, sin razón alguna, un portaretrato, me levanté a recogerlo y escuché a lo lejos: ¡LA CHÍCORA! ¡APARECIÓ LA CHÍCORA DE LA ABUELA MERCEDES! la foto que se había caído, era la de mi abuela Mercedes, que me imagino que desde lejos me dijo: «mira coñeta, anda a ayudar a los demás y deja de ser tan manganzona». Me paré y me uní a la faena. Esa noche soñé con ella.