De cómo amé a un (1) gato

Detesto a los gatos. Para los que no me conocen, siempre he hecho público mi repudio hacia estos felinos. No me gusta su olor, ni sus pelos, sus ojos me dan miedo, no me gustan sus bigotes y no soporto su independencia, su desapego, su indiferencia ante los humanos. Además siempre me han parecido animales muy malvados, me he cansado de ver videos en los que atacan a sus propios dueños o a otras mascotas. Desconfío de ellos, no son de fiar y eso de que se anden lamiendo en la mitad de una plaza. Toda regla tiene su excepción y aquí va este cuento de cómo amé a un gato.

Pasado gatuno

Fui fanática de Don Gato y su pandilla, cada tarde, me postraba frente a la televisión a ver las aventuras y travesuras de este grupo de gatitos con sus ocurrencias. También llegué a tener una fiebre fuerte y me compré cuanto periquito salía de Garfield, agendas, llaveros, bolígrafos, peluches y hasta tenía un cuaderno para colorear y calcar al gran gato anaranjado que hacía gala de su flojera y gula. Me identificaba con su humor y a veces era tan amargada como él. Aunque en la vida real, nunca me han gustado, insisto.

Una vez fui testigo de un arrollamiento de un gato cerca de mi colegio, pegamos un grito pero ya no había nada que hacer, vi como sus 7 vidas se le iban de un sólo golpe. Sentí lástima por el pobre animalito, porque a pesar de que no me gustan, no permito ni me agrada que les hagan maldades.

La historia de Néstor I (El malo)

Mientras trabajé en la radio, un espacio bastante reducido para albergar a más de 20 personas en el mismo lugar, llegó por la benevolencia (más por pose que por convicción) de una «persona» a la que le pareció buena idea de que tuviésemos una «mascota» dentro de la sala de redacción.

Néstor, como fue bautizado por tener un ojito lastimado y haciendo referencia al líder y presidente argentino de esa época, llegó para quedarse y adueñarse de todos los rincones de la radio. Llegaba a mi sitio de trabajo y el puto gato estaba durmiendo en mi silla, cosa que me sacaba de mis casillas pues todos sabían que no me agradaban los gatos y luego me enteré que lo hacían a propósito para amargarme la existencia. El gato se paseaba por los escritorios, por encima del teclado mientras uno estaba redactando o editando un audio, se caía a peos absolutamente putrefactos en un sitio cerrado y con aire acondicionado, lo que prolongaba el hedor. Se orinaba en el piso y no se les ocurría otra cosa que cubrir con periódicos como para que el «aroma a gato» se mantuviera presente durante todo el día.

Se convirtió en una celebridad, fotos con el logo de la emisora y hasta tuits con el condenado gato se hicieron virales, notas de prensa y tuits llovieron alrededor de Néstor. Misión Nevado saludaba la adopción del felino. Pero no todo era color de rosa. Tenía sus detractores, yo no era la única. Casi que había un TeamNestor a favor y uno en contra. Yo lo odiaba porque un día llegué a mi puesto y había abusado (hasta sexualmente yo creo) a un peluche chiquito que tenía del Pitufo Gruñón que tenía junto a las cornetas de mi pc. Hasta un video hicieron del momento en el que el gato del coño ese, ultrajaba a mi pobre muñequito.

Las quejas comenzaron a llegar de otros compañeros que no estaban de acuerdo con la presencia de un animal en una oficina. Yo insistía que era alérgica a los pelos de gato para que lo mantuvieran a raya. A las «personas» que se les había ocurrido la maravillosa idea de adoptarlo, olvidaron ocuparse de él y Néstor hizo más cosas de gato, pues su esencia no la perdió jamás y se fue a cagar en el piso de parquet de la oficina de la presidenta de la radio. Hasta ese día duró el gatito en la radio. Lo celebré. No por que me alegrara su nueva situación de calle sino porque era incómodo y un tema de salud e higiene básica mantener una mascota dentro de una oficina. Mi ailurofobia había tenido sus frutos.

Sí, ese es Néstor, fíjense en su ojito tuerto.

 

La historia de Beatriz (Margarita)

En mi edificio, antes de que el kilo de gatarina costara un millón de bolívares, hubo una proliferación de estos animales, gracias a una gata que mantenía una rePUTAción algo promiscua con los gatos de la calle y la hacía parir cada mes y medio casi media docena de nuevos gatitos, a los que había que alimentar y ubicarles hogar. Al final ya la vaina parecía guachafita y reunimos una platica para mandarla a ligar y que dejara la paridera.

La nombraron Margarita, pero para mí siempre será Beatriz. Se acercaba siempre con su maullido parecido al llanto de un bebé, que muchas veces me confundió y me hizo salir corriendo. Me tenía miedo y eso es algo positivo pues me la podía sacudir con pegarle un grito o zapatear duro. De hecho creo que el sentimiento era mutuo porque cuando me veía, se acercaba y cuando se daba cuenta que era yo, se alejaba porque sabía que no la soportaba.

Se ubicaba estratégicamente en el medio de la alfombra de la entrada a la torre y uno tenía que hacer piruetas y malabares para no pisarla. Los vecinos gatolovers la habían consentido a tal punto que hasta le ubicaron unos potecitos, donde le ponían comida y agua todos los días, hasta un refugio acolchado en forma de castillo le llegaron a poner en la puerta de la entrada, como para que todos supieran que ese edificio era de ella. Me caía mal.

Siempre hay gente enferma, para la mala fortuna de Beatriz (Margarita) un desalmado usó a su perro gigante para atacarla, al punto de acabar con la vida de la pobre gata. No hay perdón ni excusa que valga para semejante acto. Los vecinos y todo aquel que se enteró del hecho, lamentó la actitud asesina de este ser, que sin ninguna razón logró que Margarita ahora repose en la caminería del jardín, debajo de una matica, para nunca abandonar su edificio.

La historia de Néstor Emiliano (El bueno)

Una noche cualquiera me encontraba en la plaza de mi edificio y escuché un maullido, pensando que era Beatriz, me activé y me preparé para sacudirla. Para mi sorpresa, era un gatito pequeño, gris rayado con pecho, patas y media cara blanca. Se me acercó tímidamente pero sin miedo, le dije que se fuera, no me hizo caso. Le grité, le zapateé y nada, seguía acercándose. Me bordeó, me rondó, se me quedaba mirando como diciéndome «quiéreme vale que tengo frío».  No podía entender porqué el gato seguía allí, si ya le había hecho saber que no me gustaban.

 

La siguiente noche, volvió a visitarme. Esta vez rompió el hielo y se me encaramó en las piernas. Con mucha grima y algo de asco, por no saber la procedencia del animal, lo agarré con las mangas del suéter y lo bajé de mi regazo. Se volvió a montar. No le importaba nada. Quería cariño y calor. Se metía en mi cuello y ahí me di cuenta que no olía mal, aunque me incomodaba, lo dejé hacer lo que quería.

Le puse Néstor Emiliano, por el parecido físico al Néstor malo de la radio y para transformar ese rechazo que sentía por el primero y convertirlo en una empatía y hasta en cariño, que llegué a sentir por este nuevo personaje. Emiliano por los bigotes que tenía como Zapata, otro que también es dueño de mi corazón.

Cada noche bajaba y me acompañaba a fumarme un cigarrito, lo acariciaba todavía un poco escéptica y con cierta dificultad. Toda una vida detestando a los gatos y ahora este vino a robarme el corazón con lo cuchi y tierno que era conmigo. Valoraba más su compañía incondicional que otra cosa, no le importaba si tenía el maquillaje desgastado, si estaba peinada o si bajaba en chancletas, él me esperaba.

Nunca pude darle comida, que me imagino que era su primera razón y motivo de acercamiento, pero le di calor y afecto. Sí vale, me caía bien el gato. Si, le agarré más que cariño, me preocupaba sino lo veía por ahí, lo saludaba al llegar del trabajo y la gente decía que era «mi gato» a modo de chiste, aunque pensándolo bien, ¡yo era de él!. Él me había adoptado a mi y me alimentaba la soledad con su presencia. Se dormía en mi regazo y hasta ronrroneaba. Sin ganas de ser «La vieja loca de los gatos» de Los Simpsons.

Alguien decidió que Néstor necesitaba un nuevo hogar y lo consiguió. Una mañana al pasar por el estacionamiento, el vigilante me vio buscándolo y me dijo: «tu gato se lo llevaron, lo adoptaron y ya no está aquí en el edificio». Me sentí como la carajita del comercial del jamón Plumrose. Con el corazón roto me fui a mi trabajo. Deprimida, como si te arrebataran un caramelo, triste como cuando un amigo se va del país. Ahora bajo a la plaza y vuelve la soledad y el frío. Lo extraño. Yo, que odio a los gatos, extraño a Néstor Emiliano hasta lagrimear un poco. Lo amé, sólo a él.

Quedo a la espera de que llegue otro gato a ver si se vuelve a ganar mi corazón.

VTB