La última vez que se despidieron fue la definitiva, ambos lo sabían.
Esta sería la cuarta vez que amanecían juntos y como cada vez que se veían no sabían si se volverían a encontrar se acostumbraron a mentirse con frecuencia. Las falsas promesas mantuvieron la tibieza del sexo casual en los últimos meses.
Él vivía en el cuarto donde se guardan las herramientas, lo primero que veía desde su catre al despertar era un mosaico de guantes descosidos y cascos de seguridad que sellaban de sudor y polvo el ensillado de las tablas viejas, objetos que jamás usaría ni en el más ligero sueño del descanso.
La sorpresa apareció esa tarde cuando pasaba por el tendedero de ropa improvisado en la base de la grúa telescópica donde colgaba su toalla, atrás había quedado el reflejo de la alegría empozada cuando leyó su mensaje. Hasta no salir de la última viruta de cemento en sus manos no saldría de la construcción para ir a verla.
La felicidad de a ratos se llega a patica y de última a la cola del hotel. Para evitar que se le vea más el hueso a la necesidad debía evitar a toda costa que se desnudaran las sábanas del colchón mientras veían la tele, cogían y hablaban de sus aspiraciones personales.
Al día siguiente antes de despedirse viajaron juntos en el metro mirándose bajo el sesgo de las imprecisiones. La envestida de los cuerpos y de los cuellos succionados coagularon violáceas las marcas que se pidieron mutuamente al oído, a ver sí se alargaban los recuerdos por unas horas, por unos días, y así pagarle a la tristeza por encima del escote con la mirada ajena.
Ilustración: Cesaria