Nadie dijo que sería fácil. De hecho, la mayoría de los consejos, sugerencias y una que otra intromisión, indicaban que la cosa de sencilla no tendría nada. Todo lo contrario: con el pasar del tiempo se pondría más complicado. Criar un chamo siempre ha sido difícil, pero cada etapa de la humanidad exige nuevos retos en la crianza de las siguientes generaciones y ésta que vivimos en especial, nos presenta complejidades extremas que no son fáciles de sortear.
Para ilustrar la preocupación del párrafo anterior me bastó ir un día de paseo al parque con Miguel. Uno va, por decir algo, en el Metro de Caracas tratando de enseñarle modales y cortesía a los pequeños, diciéndole que las embarazadas y los abuelitos tienen prioridad para sentarse en los puestos del tren, que es de buen ciudadano dejar que la gente salga de los vagones para después pasar, que no se debe comer en las estaciones y trenes y toda esa cartilla que recitan a diario en los altavoces del Sistema Metro. Acto seguido, una señora se colea a empujones en la fila para entrar al tren, un tipo se hace el dormido para no ceder el puesto a una embarazada que lleva otros chamitos más, una pareja compra chucherías, come y bota sus desperdicios en el vagón. La realidad golpea de forma tan contundente, que uno duda sobre quién está equivocado.
Luego de darle más explicaciones de las que uno espera sobre el comportamiento reprochable de muchas personas, Miguel estaba listo para disfrutar el parque. Allí, los niños corren libres del atontamiento de la “tele” o del “pleiesteichon” , pero luego de unos minutos de observación se produce otro gran choque; no sé si por obra de la sobreestimulación azucarada de los refrescos, por la violencia aprendida en la TV, en los videojuegos, en el hogar o por la mezcla de todos ellos, unos chamines que no pasaban de cinco años se gritaban: “Vas a morir, desgraciadoooo”, “Te voy a matar malditoooo”, “¡Muere, muere, muereeeee!”. Y mientras lo decían, los dulces rostros de esos pequeños se desdibujaban entre golpes y simulaciones de disparos con armas largas.
Me costó mucho más de lo deseado explicarle al chamo porqué esos niños jugaban de esa manera, y se me hizo más difícil porque los padres de los pequeños “asesinos” juguetones les aplaudían la gracia. Me pareció escuchar a una de las madres justificar ese comportamiento argumentando que “así nadie los va a joder”. Pensé que posiblemente esos niños sean los que “jodan” a alguien en unos años. A falta de una buena explicación para mi hijo, decidimos cambiar de ambiente e ir por un helado.
En la heladería escuchamos a un par de niñas de entre once y doce años que, grito en cuello, le reprochaban a una tercera que no tuviera la valentía de escaparse de su casa: “Marica, no seas sometía. Aprovecha que tu mamá está en el trabajo y te escapas. Yo te hago el coro”- decía. Ninguna generación escapa al deseo de “volarse” de la casa pues resulta natural la necesidad de buscar cierta independencia, pero lo cumbre vino después: “No pierdas el chance con ese chamo, sino se la das tu, alguien se la va a dar. Cuidao si no soy yo misma”. Por fortuna Miguel tenía su atención puesta en su helado y ni siquiera reparó en la conversación que sostenían esas niñas a nuestras espaldas. De todas maneras preferí hacer más corta la estadía en el local.
Aún con su helado en la mano, Miguel y yo caminamos por el parque. Durante la caminata pensé en la posibilidad de estarle haciendo un daño a mi hijo por la forma en que lo crío. ¿Será que enseñarles a los hijos respeto, consideración y solidaridad ya no sirve de nada? ¿Y si al querer formar ciudadanos honestos, responsables y amorosos, se los estamos entregando como carnada a los que se forman de manera distinta? ¿Estaremos su madre y yo remando contra la corriente? ¿Tendrá las herramientas necesarias para defenderse de este mundo al revés?
Me preguntaba tantas cosas cuando miré a mi hijo comiendo su helado, él me miró y con esa sonrisa que le achina los ojos y me regocija el alma, me dijo: “Papi, creo que no te di las gracias por el helado. Gracias papá”. Y su agradecimiento me hizo recordar a tanta gente buena que cría y forma a sus hijos con la esperanza de construir una mejor sociedad. Y su sonrisa me llevó a los brazos de mis padres y de tantos padres que criaron a sus hijos en el amor por sí mismos y por los demás. Y su mano tomando la mía me recordó que aún somos muchos los que transitamos estos caminos con esa fe necia en el ser humano, y que nuestra obligación es no rendirnos.