Pequeñas historias de amor que salieron publicadas por el diario La Voz del Interior: Córdoba Apasionada. El amor, de la Colonia al Chat.
Aquellos ojos verdes
Estábamos sentados en la casa de mi amigo Luis en San Marcos, habíamos hecho un buen fogón, se había preparado aloja para tomar y todos arropados mirando la magia del fuego nos pasábamos la bebida, cantando y escuchando historias. Hasta que le tocó la palabra a Tulián, descendiente de los comechingones que habitaban en esa zona, a los únicos que les devolvieron las tierras que les habían sacado los españoles. Carraspeo y dijo.
– Voy a contar, si me permiten, la historia de mi tatarabuelo Claro Tulián, hizo una pausa y comenzó diciendo:
Amanecía en la pampa, corría el año 1857 y la comitiva de los Tulián, se empezaba a despertar, el sol pintaba de rojo el campo, algunos pájaros se llamaban espantando la neblina matinal, no estaba frío, pero estaba fresco, con ese fresco del amanecer, con ese fresco de la primavera. Habían hecho campamento unos kilómetros antes de la posta de los Lobos en la Pampa porteña, era el último punto de su recorrido antes de volver para acá a sus tierras, antes de volver a éste su pueblo, Tai Pichin, ahora San Marcos.
Habían preparado mucha mercadería reservándola para ésta última posta, era gente de importancia y les compraban todo. Pero entre sus integrantes había uno, que se preparaba en forma especial, no para vender mercadería, sino para el corazón. Era el Claro Tulián que desde el año anterior no se había podido sacar de la cabeza aquellos ojos verdes que lo cautivaron, que le miraron, que le hicieron sentir a la tierra girar y ponerse de cabeza. Los ojos de la Elpidia Lobos, la niña de la familia Lobos, le habían cautivado y él creía que era mutuo, que a ella también se le embretaban las palabras en la boca cuando le veía, que el pulso se le aceleraba y se ponía toda nerviosa; eso lo creía cuando la moza paseaba más de lo acostumbrado entre ellos, haciendo que miraba la mercadería, siempre seguida de la muchacha que la servía y cuidaba y sus ojos se cruzaban y a él le temblaban hasta los pelos y sentía como si cientos de tormentas estallaran en el pecho.
La posta se mostró en el horizonte, formaron un círculo con las carretas, guardando la distancia de respeto entre ellos y la ciudadela, cerca del Lago de Monte y empezaron a preparar las mercaderías para que estén mejor lucidas. Traían lazos de ocho tientos, trenzados a mano, vasijas de barro cocido con hermosos colores, arrope de tuna, patay y frutas en conserva y seca. Además todo para preparar, si las ventas salían bien y festejar, mucha chicha y mucha aloja.
Las ventas empezaban como siempre, regateando precios, había mercaderías para trueque y había mercadería que era para vender por patacones, no siempre los Lobos tenía cosas que se necesitaban. El señor de la pulpería, Don Lobos, se paseaba entre los objetos y preguntaba, lo seguía su hija, la chiquilla ya no escondía que le interesaba más el Claro que los dulces o los tientos, con su fiel criada, revoloteaba como mariposa entre las mercaderías cruzándose con el Claro, parecía una danza sin música, pero que ya a nadie ocultaba la atracción que se tenían. Don Lobos hacía como que eso no pasaba, pensando que eran arrebatos de su pequeña, que iba a saber esa niña con sus catorce años.
El cazqui, tío del Claro, no lo tomó tan a la ligera, su sobrino era buen trabajador, ese muchacho fornido, antes lo ayudaba mucho. Desde que esa niña le clavó la mirada andaba tonto, no trabajaba, se le caían las cosas de la mano; por eso decidió actuar y a la noche con todo el ceremonial, se fue hablar con el padre para pedirle la mano, como mandan las costumbres, además desde que estaban acristianados no podían hacer cautivas. Que fácil sería, la pucha, pensó, cuando después de la reunión, el padre de la niña le dio a entender, con toda la sutileza para no ofender, que el cacique o estaba loco o se había machado con chicha antes de tiempo.
Si el Claro estaba sonso, ni para sonso después que se enteró del rechazo. Andaba dando vueltas, mirando el horizonte con los ojos en la nada. La niña ya no revoloteaba y, aunque había sido una buena venta no hubo festejos, que se va a festejar con el Claro más triste que lobo sin luna.
Partieron al amanecer del segundo día con mercadería y patacones, con el Claro más callado y triste que nunca, más raro era que no se separaba de la carreta de la cocina, que era la última en la caravana. La marcha fue tranquila y silenciosa iban para los pagos de Calomochita, a cambiar una mercaderías que le habían encargado previo paso por la ciudad de Río Cuarto. Cerca del medio día pararon en los campos de Junín como para comer algo, cuando en el carro de la cocina la descubrieron a la Elpidia con su criada, escondida, hecha un ovillo para que no la vieran, temblando de vergüenza, miedo y amor cuando se le acercaba el Claro.
Si el Cazqui no murió ahí, iba a vivir mucho, y no murió. Se rascaba la cabeza mientras miraba al Claro que abrazaba a la niña como queriendo protegerla, ¿qué hacer?. Le daba pena esa niña tan enamorada y más pena le daba su sobrino. Sin pensarlo mucho, le dijo al Claro que agarre tres de los mejores caballos y tome la ruta al Río Saladillo y lo espere en las orillas por la zona de la Laguna La Brava, que allí la policía de la zona no tenía jurisdicción. Y diciendo y haciendo, el Claro tomó los caballos, cargo a la Elpidia y a la criada en los suyos y partieron al galope para la zona de Córdoba.
A todo esto y pensando un poco, el cazqui le ordenó a cinco de sus hombres que salgan a galopar duro y parejo un par de kilómetros y que estén atentos por si aparece la comitiva buscando a la niña, cuando eso pase que dejen pasar un tiempo y aparezcan, pero que no dejen de galopar en ningún momento. Les dijo que tenían que parecer muy cansados como si hubieran galopado por lo menos medio día.
Como a las dos horas cayó una comitiva encabezada por el propio Don Lobos y varios policías de la zona; saludaron con dureza y Don Lobos lo encaró al Cazqui y le recriminó por su hija, éste le dijo que no sabía de que le hablaba, el otro le dijo que la niña había desaparecido. Fue un diálogo duro que terminó cuando Don Lobos dijo
– Basta. Revisen el lugar.
– Revise, le dijo el Cacique, acá no ocultamos a naides.
– Y el Claro, preguntó, don Lobos.
– Ni sabemos, contestó el cacique, desde anoche que no está, es más, mande una partida de cinco hombres a que rastrijen la zona, se perdió con una bolsa de patacones y charqui.
La partida terminó de revisar y dio la novedad, no hay señales ni de la Elpidia, ni de su criada, ni del Claro.
-Bueno, dijo Don Lobos, es evidente que el Claro y la Elpidia andan juntos.
– A di ser, dijo el Cazqui, pero no por acá.
– Me dijo que mandó una partida.
– Y si con lo abombao que estaba el Claro, no sé si perdió o sé jue.
De repente se sintió un galopar de caballos, y ahí venían a las cansadas, los cincos hombres de Tulián, parecían que habían cabalgado como desesperados un día, por la cara de cansados, hasta habían mojados los caballos para que parezcan transpirados. El Cacique los miró y para sus adentros pensó, mis hombres no sé si serán guerreros, pero pa´farsantes son d´ahi. Y con cara seria le dijo.
– Noticias del abombao de mi sobrino.
– No, anduimos hasta que el sol se puso alto p´ande están los Ranqueles y de ahí nos volvimos. Ni rastros del Claro.
– Ta gueno, pa´las casas no a d´ir pos es el primer lugar que Ustedes lo hain de buscar.
– Cierto dijo Don Lobo. Además si ya llegó a Córdoba éstos, señalando a los policías, no tiene jurisdicción.
– A di ser, dijo el Cazqui, güe nojostros seguimos viaje.
Mientras acomodaban las cosas, era como que don Lobos se resignaba, y antes de partir, habían pasado como ocho horas, suficiente como para que el Claro ya haya llegado al punto de reunión, lo miro y le dijo al Cacique.
– Dígale que se cuiden.
Y se volvió hacia sus pagos con la partida.
El cacique ordenó la partida pensando en su sobrino y que en realidad no fueran tan abombado como para perderse. Al rato tuvo que ordenar pasar la noche. No hubo muchos preparativos, ya que tenían que partir temprano. Mirando las estrellas, el cacique se durmió, sin saber que eran las mismas estrellas que el Claro y la Elpidia miraban desde la orilla del Saladillo, cansados por el viaje, temblorosos por el futuro.
Al otro día a la mañana temprano, se pusieron en marcha hacia el punto de encuentro, al poco rato lo encontraron, ahí estaban el Claro y la Elpidia, él fuerte y sereno, ella temblorosa como una gacela perdida, cuando el cacique llegó, se saludaron y separándolo al Claro, le preguntó que le pasaba a la niña, y éste le contó que estaba asustada por lo que pudiera hacer su padre. El cacique comprendió, entonces llamándola, le contó a ella y a su sobrino todo lo acontecido, eso tranquilizo a la niña.
Continuaron viaje hasta que llegaron a Tai Pichin, los casó un sacerdote y vivieron felices tuvieron cuatro hijos, Felipa, Fabián, Clemente y Benjamín, a quien mi tatarabuelo no llegó a conocer porque la muerte lo sorprendió, cerca del año 1894.
Tulián calló, todos miramos las pocas brasas que quedaban, ya era tarde, en silencio nos fuimos retirando a dormir, hasta que Tulián volvió hablar.
– Por eso algunos de los Tulián tenemos ojos verdes, somos apuestos y elegantes.
Lo miramos, nadie pudo contener la carcajada, y nos fuimos a dormir.