Por: Nito Biassi
Cuando en la sociedad alguien delinque o no se adapta a las normas de la sociedad es encarcelado: separado de la sociedad para que no la vuelva a dañar. A mediados del siglo pasado, se empezó a pensar en las cárceles ya no como castigo, sino como educadora para poder recuperar los miembros descarriados de la sociedad. Desde ese momento, hay dos sistemas en pugna que no logran resolver ni el problema de la delincuencia ni establecer siquiera qué sistema carcelario necesita la sociedad
Alberto tenía hijos que hacía dos días que no comían; salió desesperado con un cuchillo en el bolsillo a robar en un supermercado; lo atraparon. Ezequiel vivía con sus padres; consumía desde hacía tres años; cada vez se le hacía más difícil conseguir la plata para comprar la droga. Esa mañana salió desesperado por una abstinencia de dos días. Venía una chica caminando con el celular en la mano, la empujó y se lo arrebató. Lo atraparon a la cuadra. Facundo era contador, con un grupo hizo un robo con la venta de inmuebles. Fue descubierto.
Los tres estaban en la misma celda de la comisaria esperando el traslado a la cárcel. Cada uno con su historia y sus miserias. Cada uno renegando de la suerte y quejándose porque los ladrones de guantes blancos, a los que ellos llamaban “gobernantes” nunca iban presos.
Aguas divididas
Si uno pregunta en la sociedad qué hacer con las personas que delinquen, las opiniones pueden estar divididas entre los que sufrieron algún tipo de amenaza y los que no. Lo que es indudable es que la mayoría habla de castigo, algunos de castigo y recuperación, otros de trabajo obligatorio. Lo real es que no existe un consenso sobre qué tipo de sistema carcelario se quiere.
La cárcel como castigo es la conocida: el que delinque es separado de la sociedad y se le quitan todos los derechos. Se lo castiga con falta de libertad y con falta de derechos civiles. No puede votar, ni trabajar y si lo hacen, no cobran retribución alguna por su trabajo, que a su vez es forzado y esclavizante. La otra opción es la cárcel como educadora: el preso no pierde algunos de sus derechos, sí la libertad, pero tiene derecho a educarse, a trabajar aprendiendo un oficio y a cobrar por su trabajo.
La cárcel como castigo implica que el castigo sirva para que el condenado no lo quiera hacer de nuevo. Hay mucha literatura sobre cómo debe ser el castigo de acuerdo con el delito; casi todas las teorías se basan en la ley del Talión: Ojo por ojo, diente por diente. Por lo tanto, el delito debe tener una concordancia con el tipo de castigo que se impone, lo que no siempre sucede.
Alberto nació en una villa miseria, compartían una vivienda de veinte metros cuadrado entre siete, él cuatro hermanos y los padres. Dormía con tres hermanitos más en una cama. Tenía un excusado por baño, sin puerta ni ventanas. Comía en la escuela cuando iba y si no había actividad escolar, comía una vez al día. Cuando tenía catorce años tuvo que empezar a trabajar de cartonero. Así conoció a Jennifer, de su misma edad. Nadie les explicó sobre sexualidad, la primera vez que lo hicieron, descubrieron que de ese acto nacen los bebés. Se hicieron cargo como pudieron y se fueron a su propia casita. Cuando pasó lo del supermercado tenía tres hijos y se juntaba poco cartón; había una competencia desleal de las grandes empresas colectoras.
Por el robo del supermercado fue condenado a la cárcel; la pena no fue tanto porque no tenía antecedentes. Fue castigado en una cárcel donde tenía por primera vez en su vida una cama para él solo, tenía cinco comidas: Desayuno, merienda de media mañana, almuerzo, merienda y cena. La cárcel era una mugre, pero nada desconocido para él. Lo único que era un castigo era la falta de libertad y el maltrato cotidiano de algunos carceleros.
Hay cárceles construidas
con gruesos muros de piedra
y grandes alamedas,
con duros barrotes de acero.
Con guardias armados de muerte.
En su interior se pasean
figuras altaneras, arrogantes
que han perdido el lenguaje cotidiano
para hablar un nuevo lenguaje.
Figuras cuyas sombras
se acurrucan en un rincón
temblorosas, asustadas, anhelantes.
Hay cárceles construidas
con calles y veredas,
con árboles y perros que mueven la cola.
Con gruesos muros de corrupción
y grandes miserias.
Con duros barrotes de carencias.
Con guardias armados de indiferencia.
En ellas se pasean
tristes figuras harapientas,
con el cuerpo doblado por el hambre,
con la cabeza gacha
y el espíritu lleno de tristeza.
Tanta tristeza que aún convirtiéndose
en altaneras y arrogantes,
sus sombras se acurrucan
en un rincón temblorosas, asustadas
anhelantes.
Entre esta cárcel y aquella
entre aquella y ésta,
no veo diferencia,
ninguna diferencia.
Ezequiel estaba en la misma celda que Alberto; él sí la pasaba mal. Estaba acostumbrado al buen vivir de familia acomodada. Los padres no lo defendieron, quizás con la idea de que un tiempo en la cárcel iba a sacar ese mal que le había robado a su hijo. El único consuelo que tenía era que se conseguía más fácil la droga que en la calle. Junto a ambos estaba un sicario, que trabajaba para grandes carteles. Poco a poco los fue convenciendo que una vez que se está en la cárcel, la vida dentro de la ley se acabó. Nadie te ofrece trabajo; todos te desprecian. Pero ellos no se debían preocupar, este “buen” hombre ya le había conseguido una actividad a cada uno que les iba a retribuir mucho dinero.
Facundo fue a juicio, pudo pagar un excelente abogado que consiguió que permaneciera fuera de la cárcel. El proceso se prolongó por tiempo indeterminado. Es más todavía se está esperando el juicio. Pero ya sabe que nunca va ir a la cárcel.