Les había contado tiempo antes la manera en la que Alejandra Pizarnik irrumpió en mi vida. Era mediados de noviembre de 2017 y ella llegó a mí entre el caos y el bullicio de la gente en el Metro de Caracas a las 8:00 de la mañana.
«Señor, la jaula se ha vuelto pájaro…», me dijo desesperada. Después desapareció entre la multitud y al día siguiente volví a encontrarla, pero en otro lugar y con más calma. Yo tomaba un trago y ella fumaba un cigarrillo.
Allí me contó la agonía de su vida.
Pasajera obstinada de la ausencia
Su suicidio me impresionó y probablemente ese fue uno de los motivos que afloraron en mí el interés hacia ella: quería saber las razones que la llevaron a quitarse la vida.
Descubrí que en sus escritos, en esencia, están reflejados todos los motivos que la hartaron de sí misma.
«Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde».
¿Un ser humano puede llegar a no quererse nunca? Parece que sí. Resulta que muchos escritores, al menos con los que he sentido empatía, han sido personas con la desdicha a cuestas.
Una amiga, una vez, me dijo que tuviera cuidado con Alejandra, porque ella arrastraba. Lo supe. Justo cuando comencé a leerla yo atravesaba fuertes momentos de soledad, nostalgia, ansiedad.
Cuando entraba en sus textos -para esa época había comenzado a leer Diarios– sentía que toda la ausencia me invadía y la tristeza se duplicaba. Tuve que pararla, no podía seguir.
La continué luego cuando tuve certeza de que me encontraba bien nuevamente. Pero más allá de eso, estoy seguro de que la vida de desaciertos que haya tenido cualquier escritor fue la gasolina con la que rociaron sus palabras más profundas y humanas.
En días pasados -no sé si muchos o pocos- revisaba algunas anotaciones y conseguí una cita que tenía guardada desde hace un tiempo. Me había gustado bastante y quería buscar quién era el autor:
«Canta,
que alguien sepa que estallas,
que alguien sepa que todos estamos estallando siempre».
Di con Reinaldo Arenas, un dramaturgo y poeta cubano que murió en 1990, dos años antes de que yo naciera. Les hablo de hace casi 29 años.
Como muchos escritores, también sufrió la persecución: el régimen de Fidel Castro inició una persecución en su contra por su homosexualidad y por su discordancia con el castrismo.
Motivado por el hostigamiento, Reinaldo falsificó su apellido para poder salir de su país de forma clandestina, luego de haber pagado con cárcel y maltratos por su preferencia sexual.
El destierro y la soledad fueron implacables, y a ello se le sumo el haber contraído sida.
«Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida».
Así inició la carta que dejó firmada: el 7 de diciembre de ese año, en su apartamento en la ciudad de Nueva York, encontraron su cuerpo junto al cóctel que le trajo la muerte enseguida. Un vaso de whisky por la mitad y un frasco de tranquilizantes vacío.
Con Alejandra, años antes, había sucedido algo similar. Para quitarse la vida, ella aprovechó un permiso del hospital psiquiátrico en donde se encontraba internada luego de dos intentos de suicidio y por un fuerte cuadro depresivo.
No dejó cartas porque lo que había escritoescrito durante su vida había sido suficiente. Solo se limitó a escribir en una pizarra que estaba en su habitación: «No quiero ir más que hasta el fondo».
Lo había esperado desde siempre.
«Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, oh Julio) de la locura y de la muerte. Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio —que fracasó, desafortunadamente».
Esa fue parte de una carta que le envió a Julio Cortázar, con quien mantuvo una amistad entrañable. Tenía 36 años y no pensaba volver a fracasar: preparó un cóctel de barbitúricos que la ayudó a ir hasta el fondo, donde quería estar.
Ambos lograron captar mi atención, no solo porque ansiaban la muerte, sino por la forma tan maravillosa e intensa con la que expresaban lo que sentían, lo que pensaban. Sobre todo Alejandra, cuyos poemas y escritos estuvieron rasgados por la profunda soledad, por la profunda ausencia y el profundo desamor.