Mis encuentros con Alejandra Pizarnik, entre noches y cigarrillos

@Luisdejesus_

Comenzó un día cuando se aproximaba a mí entre el bullicio de la gente en el Metro de Caracas a las 8:00 de la mañana. «Señor, la jaula se ha vuelto pájaro…», me dijo con cierta angustia cuando disponía a sentarme en un asiento que, afortunadamente, estaba desocupado. Angustia que destilaba por las órbitas de sus ojos. Yo no entendía nada y apenas podía percibir su olor a cigarro, un acento un poco argentino y una aparente nostalgia.

“¿Qué dice, disculpe?”, le pregunté extrañado, pero ella al parecer hizo caso omiso y prosiguió como intentando contar algo que yo no lograba entender: «y se ha volado, y mi corazón está loco porque aúlla a la muerte, y sonríe detrás del viento a mis delirios».

A los pocos minutos, en el caos preciso, desapareció entre la gente y dentro de lo que mis ojos podían alcanzar. Extrañamente, había comenzado a interesarme por aquella historia que se me hacía hasta inexplicable, pero no sabía a dónde había ido.

Sabía su nombre, me lo había dicho de entrada y lo recuerdo: Alejandra Pizarnik. Desde ese momento comenzó todo. Días después me la encontré nuevamente. Sin caos y con mucha calma. Yo tomaba una cerveza y ella, como ya lo suponía, traía consigo un cigarro en su mano y lo fumaba como queriendo sentir algo. Se sentó a mi lado sin mencionar una palabra; yo tampoco lo hice.

«Ámame y déjame, me dicen. Y yo lo hago. Yo cumplo lo que se me pide. Soy accesible, bondadosa y servicial como un animal herido, dulcemente doméstico, merodeando en una casa que pronto abandonará», dijo luego de unos segundos, resignada y a modo de desahogo.

Incomprendida y no correspondida. Al menos eso fue lo que me dejó claro, que nunca pudo sentir lo que más puede desear sentir el ser humano: amor. Un amor que no le dejara cada una de sus heridas abiertas. Quizá por eso muchas de sus letras llevan tristeza. Ella hablaba de barcos, aves, jaulas, soledades y de todo aquello que no pudo superar. O que no pudo ser. Era como si nunca hubiese pertenecido a ningún lado y como si en todo momento se hubiese sentido ajena. Tanto así que no llegó a sentirse ella misma.

«En verdad, muchas cosas dejaron de importarme. Y me alegro. Que me roben las maletas y yo pueda viajar con las manos libres».

Tan evidente como la soledad que la consumía por completo, que llevaba guardada por dentro. Y todo estuvo allí, de alguna forma, porque Alejandra siempre fue preparándose -y preparándonos- a medida de que pasaba el tiempo. Ese día se fue del lugar y muchos años antes ya se había ido de su propia vida. En 1972, cuando apenas tenía 36 años, la depresión pudo tanto que terminó quitándosela.

“Explicar con palabras de este mundo

que partió de mí un barco

llevándome”.