Muchos padres suelen perder el control cuando sus chamos “juegan con la comida” y causan algún desastre. Los reproches sobre este hábito son comunes en hogares de todos los estratos sociales puesto que su práctica pone a prueba la paciencia, la pedagogía y la billetera de muchos padres. Pero lo que debe ser considerado antes de aplicar correctivos ejemplarizantes que incluyan la violencia en cualquiera de sus presentaciones, es que jugar con la comida forma parte de un proceso natural de todo ser humano que se está adaptando a los hábitos de otros seres humanos con los que vive.
El juego con la comida en los primeros años de vida es parte de la natural exploración de los niños, lo que más tarde se ve recompensado con una buena base para el aprendizaje en casi cualquier área del conocimiento. Un estudio realizado en la Universidad de Iowa, en Estados Unidos, comprobó que los bebés que juegan con alimentos están propensos a desarrollar gusto por la exploración y aprenden a hablar más rápido, lo que trae ventajas considerables en su forma de relacionarse con el mundo que los recibe.
El estudio arrojó como dato concluyente, que los niños que juegan con la comida son los más hábiles a la hora de identificar y nombrar los alimentos, por lo que se recomienda permitir a los bebés meter la mano en el plato, tocar los alimentos y jugar con ellos antes que darles la comida en la boca jugando al avioncito.
Por supuesto que todo tiene su momento y esta forma de relacionarse con los alimentos debe ser supervisada, para ejercer control de la misma en el momento oportuno. Hasta los tres años se estima que un chamo pueda jugar con la comida de la manera antes descrita, porque a partir de esa edad se supone que han desarrollado muchos de los sentidos y es necesario introducir en su itinerario algo de disciplina, modales y buen comportamiento en la mesa, normativas que van a necesitar el resto de su vida.
Aún así, los niños siempre necesitan jugar y de una u otra forma buscarán la manera de darle rienda suelta a su imaginación. Está en nosotros encontrar la forma correcta de acompañarlos en sus aventuras.
La comida como juguete
“Papá quiero comerme un pastelito con la forma de la luna”, me dijo Miguel señalando una noche la luna menguante. Con la especial atención que al chamo le merecen los astros del espacio, ya me había contado de sus ganas de comerse una torta redonda como el planeta Tierra, para llegar hasta el núcleo después de ingerir toda la corteza planetaria.
Otro día me contó sobre un país de brócoli, con casas hechas de brócoli, pisos de brócoli y calles de brócoli, donde la planta era tan querida por los habitantes de esa nación, que no se la comían. Al preguntarle al chamo de qué se alimentaban estas gentes, el panita me contestó que sólo comían pasta, cachapas, carne a la parrilla y cochino frito, coincidencialmente algunos de los alimentos preferidos de Miguel, a quien el brócoli no le hace mucha gracia. No me van a negar ese buen intento de persuasión.
Cuando come arepas, Miguel suele devorarlas con pequeños mordisquitos para darle forma de carros, mapas de países, estrellas o lo que se le venga a la cabeza en el momento. Su forma de relacionarse con la comida es una especie de evolución desde los tiempos en los que se embarraba de pie a cabeza con la papilla, hasta estos días en que uno anda temeroso de que el panita se lo coma a uno vivo en cualquier momento.