Por: Carlos Arellán Solórzano
Después que terminen los juegos olímpicos, me pregunto cómo serán recordados. ¿Acaso como los primeros que se realizaron en Suramérica? ¿O cómo los juegos en que los rusos compitieron como una tropa diezmada?
Un informe con nombre de escudería de Fórmula 1 (McLaren) reveló una supuesta trama de dopaje generalizado en el que unos truculentos funcionarios en Moscú favorecían el consumo de sustancias prohibidas con la garantía de impunidad.
¿Pero cuál sería el objetivo de una maniobra semejante según una desprevenida mente aturdida por los fantasmas de una vieja rivalidad entre potencias? Convertir a los atletas en la metáfora de una guerra armamentística en la que no se escatima ningún escenario para exponer una arrogante superioridad.
Con esta antipática interpretación, el amague de insinuar una duda razonable queda acorralada por la causa general que envuelve a la lucha contra el dopaje, que tiene la virtud beata de un axioma incuestionable, y a los rusos contra las cuerdas.
Asomar un ensañamiento contra la delegación euroasiática es como caminar en una cornisa en la que se debaten la ética deportiva, la justicia y la sospecha de un antiimperialismo militante, que ve agentes sin mucho talante diplomático manipulando la opinión pública en contra de un país que ya no se avergüenza de su pasado soviético.
Sin querer, es inevitable no replicar una película vieja de boicot contra Rusia, pero ahora en terreno neutral, en la que los deportistas de ese país están siendo desdibujados como agentes forajidos de un propósito político expansionista que seguiría sobreviviendo a pesar de que los burócratas del politburó comunista fueron barridos hace 25 años.
Después que el informe McLaren describió la supuesta conspiración rusa para mejorar el desempeño de sus atletas, La Agencia Mundial Antidopaje recomendó al Comité Olímpico Internacional suspender a toda la delegación de Rusia con el mismo rigor de quien ejecuta a justos con pecadores.
Pero la AMA y su carácter puritano no fue suficiente para disuadir a unos pragmáticos dirigentes del olimpismo que hicieron de Pilato: si bien el dopaje es condenable, prefirieron que las Federaciones apartaran la cizaña del trigo sano, algo que parece más justo que el mandado de enviar a todos al calabozo.
Lamentablemente esta resolución no llegó a tiempo para la delegación de Atletismo de Rusia. Este grupo fue suspendido por completo y sin contemplaciones, aunque entre ellos estuvieran defenestrando el último capítulo olímpico de la reina de la pértiga, Yelena Isinbáyeva y al monarca mundial de los 110 vallas, Serguei Shubenkov en el mejor momento de su carrera.
Si bien empiezan los juegos con rusos, a la obstinada delegación le tocará luchar como la metáfora de un cuerpo con la pierna amputada. Sin el atletismo, le estarían restando a este país al menos el tercio de las medallas doradas probables, tomando en cuenta los resultados de Londres 2012, cuando este deporte le reportó 8 de las 24 de oro que celebró Rusia.
A la vez que golpean la moral del deporte ruso y su desempeño en el medallero, la ausencia de estos atletas dejará un estigma más sospechoso a unos juegos olímpicos golpeados con la cruda trama de una cruzada de malas noticias: quienes ganen en una prueba sin rusos parecerá un desempeño deslucido, mientras que los rusos que ganen, deberán sobrellevar la sospecha de un dopaje por al menos 16 años más, que es el tiempo en que podrán seguir siendo observadas las muestras de los deportistas en los laboratorios.
Con este preámbulo empieza Río 2016 y con este pantano de descrédito competirán los rusos, quienes tendrán en cada prueba una batalla con ese mismo signo trágico y heroico con que esta nación ha resuelto desafíos mayores que han puesto en vilo su existencia.