A la capital, Caracas, para verla otra vez en sus 449 años hay muchos lugares, no precisamente físicos, que van desde un cuadro del Warairarepano hecho por Manuel Cabré hasta fotografías sepia y blanco negro luego de “googlear” su nombre en internet e incluso apreciarla con la mirada cenital hecha por algún satélite, pero si se trata de verla una y otra vez recorriendo sus calles, en el recuerdo, siempre estará el cine.
Al elegir alguna obra que tenga a Caracas como locación en el cine nacional hallaremos una profusión de cortometrajes, largometrajes y hasta cuñas comerciales, sin embargo, como el cine es al gusto (personalísimo) del cinéfilo, puede afirmarse que son pocas las películas que logran mostrar y también recrear la ciudad, moderna y suburbana, con sus temas realistas e imagen histórica, prolijamente, a través de este arte.
La Escalinata (1950) de César Enríquez, con recursos de neorrealismo italiano y el tema de la pobreza muestra el drama de los barrios caraqueños, resultado de la desigualdad que impuso el modelo petrolero, con entornos de vida rural al borde de quebradas y bajo puentes, como resultado de la migración campesina.
Hecha con bajo presupuesto, logra expresar los padecimientos y anhelos cotidianos de un pueblo mediante sus personajes, Pablo (Óscar Jaimes), Delia (María Luisa Sandoval) y Juanito (Rubén Saavedra), resalta el valor de esfuerzo sin ser una moraleja aleccionadora. Hecha casi completamente en exteriores y con luz natural, su reparto, poco conocido, lleva adelante una acción dramática de persecución, súplica y rescate, tanto físico como espiritual.
Ocurre en una Caracas de mitad del siglo XX, de edificios aún pequeños sólo superados por el Centro Simón Bolívar, donde los niños lustrabotas se ganan la vida en la Plaza Capuchinos y la salida del barrio es una escalinata “que es como la vida, es muy fácil deslizar hacia abajo y caer en el barro, pero hay que subir, Juanito, hay que subir”, dice la frase final de la película.
Canción mansa para un pueblo bravo (1976), de Giancarlo Carrer, lleva el nombre de un tema del cantor del pueblo, Alí Primera, con el que comienza la secuencia del viaje que desde Paraguaná hace Gilberto (Orlando Urdaneta) hacia Caracas, donde llega a buscar trabajo, pero en medio de la sofisticación y violencia, termina siendo víctima de una ciudad que lo convierte en un delincuente.
Con mucho más realismo, sostiene el tema de denuncia social, ya madurado, que junto a otra película estrenada ese mismo año, Soy un delincuente, de Clemente de la Cerda, expresará el drama de la delincuencia en la cinematografía nacional y lejos de un discurso reflexivo del personaje, al margen de su monólogo en un confesionario y la fantasía de un crimen, es más bien una película que ocurre en un tiempo presente constante, de una rebeldía que continúa más allá del final abierto con el que concluye el largometraje.
Las Torres del Silencio, la Plaza O’ Leary, Plaza Venezuela, Parque Central, Paseo Las Mercedes, la ciudad en su total modernismo y clasismo manifiesto siempre se le impone a Gilberto, quien tiene en Freddy (Tito Aponte) a un mentor, equívoco, que lo ayudará a moverse en la cotidianidad, al tiempo que le habla de la lucha de clases y con sarcasmo, justifica sus vicios, critica a las instituciones y a la burguesía. “¿Te has dado cuenta de cómo viven los ricos? Encerrados en sus sitios sin importarles nada de lo que pasa afuera”.
Juegos bajo la luna (2000), del recientemente fallecido Mauricio Walerstein, basada en una novela homónima de otro gran autor que ha partido, Carlos Noguera (1994), cuenta la historia de cinco amigos incondicionales (La Cofradía) y su tránsito de la adolescencia a la adultez en medio de un país cambiante ―finales de 1957 hasta 1972― con desafortunadas situaciones que impactan sus propias vidas, reconociendo en ellas la calamidad, la culpa y el perdón.
Esta coproducción venezolana-mexicana contó con las actuaciones de Juana Acosta (Maruja), Arcelia Ramírez (Carmen Luisa), Alberto Alifa (Fernando), Vicente Tepedino (Alberto) y Víctor Huggo Martin (Antonio), quienes se desenvuelven en una lograda recreación de la Caracas de finales de la década de 1950, en sus diálogos, vestuario y vehículos, con acertados elementos de ambiente, como los viejos funiculares del teleférico y locaciones urbanas con arquitectura de ese tiempo, como la urbanización La Florida.
Esta percepción de una época y su cosmopolitismo fueron logrados también con el tema histórico, en referentes sobre la insurgencia contra la dictadura perezjimenista y la represión de la democracia representativa, sin dejar fuera la banda sonora, con los temas El Reloj de Lucho Gatica, Me lo dijo Adela y Caminito de Guarenas de la Billos’s Caracas Boys.
Buenas películas para revisitar esa Caracas una y otra vez, repitendo la frase que decían esos jóvenes cofrades que jugaban bajo la luna: “Siempre seremos jóvenes, nunca moriremos”.
DesdeLaPlaza.com/Pedro Ibáñez