“¿A qué animal pertenezco?”
Su nombre germinó en el vientre de su abuela.
“Can, Caneito, Can”, le cantaban a su madre Clara cuando aprendía a caminar. Y supo poner un paso después de otro hasta llegar a ella, la más pequeña de sus dolores.
Su vieja Emma y su tía Nidia habían abandonado Caracas, rumbo a Píritu, porque a la niña de Caneito no le tocaba nacer entoavía.
El privilegio de venir cuando gusten, también de irse, propio de los bichos, le dibujó las alas, donde la sal había momificado escamas: Caneo no pudo llegar sino en abril. El sol de un viernes santo la atravesó, la piel en cruz, la concha rota. Eran las once de la mañana, día diecisiete, año mil novecientos ochenta y siete. Caneo se transformó, sintió curiosidad del mundo y se gestó en la repetición de la llama:
“Acercó labio,
nariz
y su aliento proyectó el sueño de Clara.
El sopor tiñó la habitación de un recuerdo pesado,
su vientre gestaba un pequeño molusco.
Oía soplar en su lóbulo la extrañeza de su feto,
ella enmarcaba la espiral, era casa y
refugio de su centro.
Soñó Clara su diminuta bestia,
—rasguñaba su panza—
parió entre labios el eco de su nombre”.
—
Tenía tres años cuando se perdió por primera vez en la montaña. Persiguió una hilera de obreras y cayó por el volcán de terrones, donde las hormigas acumulan las migajas de la humanidad.
Se dice que adentro, adentro se comió a la reina, y fue expulsada sobre la espalda del más grande de los himenópteros. La madre la llamó sin respuesta, buscó en cada madriguera, hasta que la halló sentada en la página de un libro, masticando la corona.
A los diez años, su tía materna —la única hermana de Caneito— le regaló a Aquiles. Le preocupaba que a la niña las voces de Apollinaire y Kafka le pesarán tanto en el pecho, que no lo abriera para que el caballo que era bien bonito pastara. Caneo la miró, le sonrió como había aprendido, le dio las gracias y se volvió sobre sí, silenciosa, al arrullo de la medianoche, a la palidez de la palabra, a la transparencia, instrumento para la fuga, para el fuego.
Preparaba un poema que nadie leería. Se secaba la marea de cuando la mujer se arrastró por los bordes del agua hasta compactar el continente, bestia que sacudió sus pieles a cambio de la palabra.
“Es la inercia
y me levanto ojos abiertos
hacia ninguna parte.
Estoy quebrantada
y la noche abre y traga
mi feto
minúsculo e incompleto acto de fe.
Camino, ojos cerrados
brazos en par
y el vacío se aloja en mi centro
No es la pausa
No es el parásito
soy yo
la inconforme masa que desborda
el vestido caído y seco
la llaga abierta y nocturna
que parpadea por inercia”.
Las ventanas empiezan con la uve de Valdo, otro insecto al que mató la luz. Y entonces para siempre, ella lo guarda en una hoja doblada, y todas las noches le recorta los marcos, para que su amigo lo use como trampolín y resucite en el golpe, o muera tantas veces la muerte le cierre la ventana en la cara. Es un salto que se aprendería de memoria y que evitaría regando su voz entre la gente, “la palabra es un arma”.
—
Caneo la hija y Caneito la madre, habían hecho de la tristeza carne. Pero sus ojos lo mismo sabían sonreír. Era la cualidad de quien lo pierde todo, incluso por nada. Clara, se hacía a la sombra. Después de ser una amante valiente y parirle a Miguel la larva de la más antigua libélula, la madre dejaba de ser la madre, la sangre se le solidificaría.
Caneo la cargó sobre la espalda, una cochinilla sobre la tuna, y le siseó una antigua canción, pero no pudo hacerla andar. Era un litoral espeso, en cuya orilla no se bañaba la espuma. Clara se le escurrió.
Y en la niña estalló una ola y otra ola y otra. Y volvió al comienzo de pequeño molusco, y se fue con su madre toda mueca, y curó todavía más el mar, un puño de sal sobre la babosa sin caracol. Quiso la muerte morir, sin luto, ni ceremonia. Era diciembre, año dos mil doce.
La depresión es la parte de un terreno en que más se hunde la tierra. Y el piso de un sanatorio es el de un cementerio para la vida. Una colección de hoyos, cada uno con su puerta y un cerrojo y el fierro tejido en un laberinto de pasillos, en los que Caneo escribe su breve testimonio después de Clara (d.C.).
“5/5/2013 d.C.
Sólo habitas este espacio inasible
este falso contento que te dan las noches.
Eres toda luz, un recuerdo grato,
un reclamo inconcluso, un falso abrazo.
No basta soñarte cada noche y caer
en el vértigo vespertino, que me anuncia
tu ausencia.
Soy saeta sin blanco, apuntando
al horizonte, flotando entre dos
astros que no paran de pendular
día a día, noche a noche.
Hecha ceniza estás reducida a la
memoria, materia insolente y espesa
dentro de esta pequeña urna.
Entonces mi cráneo un diminuto refugio
Donde aconteces cuando duermo.
Esa breve pompa que estalla
al alba con sus sesos.
Te guardo, como un grano de arena
perlado de llanto y creciente y
quizá sea el solo o la luna la esfera
que nazca de este silencio continuo, la
rigidez de tus labios”.
27/06/2014
Y me encontraba en la orilla
encandilada con una tarde
blanca, maravillada de aquel
enorme brote que se imponía
sobre las olas.
Negra y alta su cola
rompía el plato del agua,
tuve que volver los ojos
y saberme afortunada
Cuando…
rompió su carne en dos.
Y la espuma se tornó rosa
bañando mis pasos dentro
del
lamento.
Caneo no supo ser humano, no quiso; era un animal insomne, que terminó por darle la espalda al Ávila, y en su último estadio como ninfa, cayó desde el piso 17 del vejestorio Centro Comercial Los Chaguaramos, hasta “otra esfera, sin escotilla”, el huevo.
22.08.2013 d.C.
Ancha, extiendo mi plexo
y desfilan mis ganas por el firmamento.
Pero es certera la flecha y en giros vuelvo.
Tengo un ala celeste
tengo carne de cerdo
y mi cabeza se posa como un trofeo.
Nunca despegaré y llenaré de
luz de estos hoyos.
Nunca y la paciencia perra
crucifica las horas.
Soy un bicho
un dios antiguo
una espera pesada
que se hunde mar adentro.
Soy y la duda se alza
mirando el cielo.
—
Caneo Isaluna Arguinzones Herrera nació en la Cruz Roja, en Caracas, el 17 de abril de 1987. Brotó en una montaña, en el Junco, entre bichitos y sonrisas. Aprendió a leer con los más hondos poetas. Creció junto a sus hermanos América e Inti, bajo el cobijo de su madre Clara Herrera. En el camino se hace un animal de la poesía.
De su padre el apellido, el miedo; a su padre la herencia.
Muere el 17 de octubre de 2014, a los 27 años de edad.
Los últimos cuatro poemas presentes en este texto son inéditos, de una Antología que trabaja el Colectivo de poetas Las Fulanas esas, del que es miembro fundadora: “Un diario, tras el duelo por la pérdida de mi madre”, diría, que “aún no tiene forma”.
Éste trabajo reúne los poemas de su primer y único libro publicado, Zoo: anatomía del insecto, y los que escribiría después de la desaparición de Clara en diciembre de 2012. También las ilustraciones de una artista uruguaya, que trabajaría en el proyecto inicial con la poeta. Espera por una casa editorial para ser publicado.