El 17 de julio de 1937 nace el hijo de Matilde Lofiego y José Ramón Cabrujas, quien se convertiría en el dramaturgo más importante de Venezuela, un cronista brillante, hombre con talento para el cine, a quién Román Chalbaud enseñó, años más tarde, a redactar guiones para películas.
José Ignacio Cabrujas confesó en un relato memorioso, que al ser que más amó en su vida fue a su padre, hombre austero y esforzado. Su papá tuvo la visión de llevarlo al colegio San Ignacio de Caracas para que lo educaran los jesuitas, calificados por Cabrujas en su madurez, como «La aristocracia intelectual».
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Esa severa educación, de alto vuelo intelectual, contrastaba con las vivencias que a diario tenía en la plaza Pérez Bonalde de su parroquia Catia, que por esos años, aún tenía neblina a las seis de la tarde. Esa plaza fue su ágora, allí conoció al pintor Jacobo Borges, allí lo oyó hablar de su encuentro con Pablo Picasso, allí José Ignacio fabuló y comenzó a crear un mundo onírico, lo que le permitió realizar su sueño más recurrente: hacer teatro. Su primera obra la escribió en 1957, desde entonces no paró de crear dramas.
José Ignacio fue un niño miope, de abundante cabello rizado, muy tímido, con una voz grave y ronca de fumador prematuro, con un timbre de hombre mayor en el cuerpo de un infante, su voz tenía una resonancia cavernosa. Él convivía con todo tipo de personajes en Catia, con las meretrices de los bares del oeste capitalino: antros con bombillos de luz dorada a donde llegaban los peloteros a beber cerveza, los mecánicos, los timadores y los músicos callejeros. Ese era su barriada, su mundo, allí descubrió su vocación leyendo «Los Miserables» de Víctor Hugo, y entre el llanto, declaró su amor a ese oficio, a esa posibilidad de conmover a través de la escritura.
Llegó a afirmar: «El teatro yo lo hago, no lo amo, sólo lo hago». Pero quienes lo conocieron, creen que en realidad las tablas fueron su gran amor, su pasión creadora lo acompañó toda su vida, produjo 23 obras de teatro, 18 guiones para películas, cerca de 400 crónicas, algunas miniseries de televisión, entre otras «El ciclo de Rómulo Gallegos» muy celebrado, donde utilizó el tema musical-motivo «De Conde a Principal» de Aldemaro Romero. Escribió varias telenovelas a las que dedicó demasiado tiempo; según mi parecer, un tiempo que hora resulta perdido.
Cabrujas interpretando el país
Para Cabrujas asumirse como maestro era convertirse en lo que criticaba ulteriormente en cada línea de cada idea: la ponderación falaz del individuo al pedestal de gurú sobre la base de la pereza mental de sus contemporáneos. En otras palabras, la predisposición genética del venezolano a depender de mesías luminosos.
De esa forma, José Ignacio Cabrujas instituyó la linealidad de un pensamiento desprovisto, justamente, de toda linealidad. Pues sobre su obra, con los puntos cardinales de una ideología, la irreverencia, se desplazó del teatro a la prensa y del cine a la televisión con la perspectiva del país entre una ceja y la otra.
El recóndito impulso de la psiquis de José Ignacio Cabruja (al final es añadido artístico) fluctúa (sitúo el verbo en presente porque hay un legado, no porque él vive y tal cosa sigue) entre su origen, la modesta Catia (en donde nació el 17 de julio de 1937), y el interés cultural que heredó de su padre, aficionado a la ópera.
En ese maremágnum entre preocupación social e interés artístico surge el tinglado del pensamiento cabrujiano que se define sobre los rieles de la observación, de su paso por la universidad para jamás terminar Derecho, de la aceptación de una apertura hacia formas moderadas de la izquierda, de una era democrática que sufrió tanganazos cuando estaba en pañales y de un país (¡ay, palabreja!) que trató y que sigue tratando. Aunque no sabe qué.
La valiosa gratuidad de la imaginación
Amén de su repudio por el mote “maestro”, la enseñanza más consistente que dejó Cabrujas fue la de las formas de hacer país. Porque, mis amigos, hacer país no es asunto de que los niños reciten con caras melindrosas el himno nacional, o que usted se ahogue en lágrimas y mocos al escuchar Venezuela, ese portento de la cursilería que se explaya sobre aroma, piel y un cuatro en el corazón (¡¿?!).
En Cabrujas hay sobre todo un resquicio, el fomento de la curiosidad. Esa curiosidad es su orientación sobre una manera certera de país, pues la curiosidad es impulso para la reflexión y, a fin de cuentas, para pensar.
Eso ha faltado. En estos años y en los anteriores. Pensar. Estimular la imaginación de formas tan libres como sistemáticas. Y ese ejercicio no se desarrolla de otra manera que no sea la individualidad. Lo otro es falsear, fingir y ser lo que no se es: vivir el estado del disimulo.
“Uno tiene que aprender a defenderse de Venezuela y la mejor forma de defenderse de Venezuela es tratar de interpretarla”, le dijo, en 1993, a Antonio López Ortega.
En tierra de gurús trataron de laurearlo. Él, tímido, rehuyó. Por eso solía recluirse en un apartamento en Margarita. A cocinar. A escuchar música. A escribir. Para, desde allí, construir país, el país que trató de interpretar. Porque, en el fondo, un país es también eso: tratar.
Entendió que la mejor forma de hacerlo era desde la soledad. Eso hizo hasta que un infarto lo dejó muerto en una piscina de Porlamar el 21 de octubre de 1995.
Interpretando al interpretador
“Es como si lo guiara una secreta intención de demostrarnos lo distanciada que es nuestra realidad y nuestra vida de los sueños que hemos tenido”. Alberto Barrera Tyszka
“Él es lo que debería ser un intelectual, no una torre de marfil, no un ámbito de cofradías, ni mucho menos un extranjero del verbo y del país”. Leonardo Padrón
“Era un maestro, no hacía falta decirlo. Era sobre todo un brillante orador. Su voz realmente era bella. Única. Tan profunda y modulada”. Boris Izaguirre
“Cabrujas era tímido y humilde, por eso le hacía caso a gente corriente y ordinaria como soy yo”. Pedro León Zapata
“Con espíritu crítico, José Ignacio Cabrujas nos hizo una invitación a pensarnos aún no atendida”. Simón Alberto Consalvi
DesdeLaPlaza.com/Correodel Caroní/Aporrea