No busquen símiles dentro del circuito de los grandes festivales de cine: el de Cannes se parece más a un circo de cinco pistas que a un festival propiamente dicho. La incandescente hoguera de las vanidades que cada mes de mayo ruge entre palacios, yates, esmóquines, supersónicos escotes, supersónicos bólidos y supersónicos negocios en la perla de la Riviera francesa es un magma informe al que cada vez le cuesta más fijar una identidad propia. En ese sentido, puede decirse que Cannes tiende al infinito. 4.500 periodistas persiguen a las mismas estrellas, alojadas en habitaciones de a 3.000 euros, embutidas en trapos y quincallas a millón el centímetro cuadrado, ansiosos ante lo imposible: al mismo tiempo exhibirse ante las cámaras planetarias y escapar del mundanal ruido como alma que lleva el diablo, y los diablos se llaman Thierry Frémaux —delegado general— y Gilles Jacob —presidente saliente y personaje ya casi mítico—, los cancerberos que garantizan el sistema de empalizada para que las estrellas sean lo que son: dios@s intocables por el pueblo.
Pero además del fulgor, en Cannes estalla el temor. El temor de los asiduos del festival más grande del mundo a no entender ya dónde se sitúa la idiosincrasia de La Croisette. El viejo templo del cine de autor, el boxeador arremangado y macarra capaz de asaltar la burguesía en mayo del 68 porque bajo los adoquines estaba la playa (ya saben, luego resultó que no) es hoy un limón chupado perdido en el bosque de las dudas. Cannes es Godard y los Dardenne, el arte y el ensayo, pero también la máquina registradora sin complejos en su versión más descarada: mantequilla blockbuster, dictadura de los publicistas en detrimento de los cineastas, caca de platino, lujo, calma y voluptuosidad. Cannes, al fin y al cabo. Tendente al infinito.
Desde la Plaza/ Borja Hermoso- El País / AMH