La casa que hace esquina en la vereda 36 de Coche, tenía un porche grande de granito verde y una ventana ancha por la que me guindaba para ver el reloj de péndulo hacer tic tac tic tac, mientras mi mama gritaba: “Blanquitaaaaaa”.
En casa de la Elodia, nadie usaba el timbre.
Todos sabíamos que había que esperar. Apenas ponías un pie en el granito verde, desaparecía todo apuro, toda urgencia. La espera te sumergía en un pensamiento volátil que pronto se convertía en otro y otro hasta que aparecía Blanquita, arrastrando los pies, con un delantal de plástico desteñido y una falda marrón que le llegaba a la mitad de la pantorrilla en un corte recto, severo.
Blanca, era “la muchacha” que cuidaba a la bisabuela Elodia. Llegó con cinco años a su casa cuando “se la dieron para que la criara”, decían todos, como si nada, como si era normal estar regalando niños para ser los criados y para criarlos, claro.
Allí estaba Blanca, con su pelo negro salpicado de canas y su afecto infinito bajo el dintel de la puerta. Desaparecía con la misma lentitud y entonces la veías: Elodia estaba sentada en el sofá con la pierna cruzada, en actitud contemplativa como quien se sienta en el banco de una plaza. Llevaba unas cholas ortopédicas con medias pantis cortas color beige, unos pantalones bien planchados, camisa y camiseta.
“Me están matando de hambre, es que Blanca se ha puesto muy lenta”, me decía al oído. Y luego en voz alta “Y tú mija ¿cuándo te vas a arreglar ese pelo?”
Del llano pa’ Caracas
Elodia era del llano. Allá nació (San Fernando de Apure -1905), allá creció y se casó. Allá la abandonó su primer marido, del que no sé nada. Y luego el segundo, con quien nunca se casó y de quien tampoco sé nada. “¿Quieres un juguito de guayaba?”, me decía mi abuela, cada vez que preguntaba.
En el llano tuvo sus tres hijos: Miguel, Gloria y Arnaldo. Sé que por esos lares molían el maíz para hacer las arepas, que Gloria se cayó varias veces de la mata e mango y que al terrible Arnaldo le dieron una pela inolvidable por atravesar el río con babas sobre una tabla.
Del llano, Elodia salió corriendo pa’ Caracas con sus tres muchachos, cuando los vecinos empezaron a morir como moscas, por una epidemia de Fiebre Amarilla en los años 30 del siglo pasado.
La mujer se echó a la familia encima en una ciudad pujante y desconocida y los mantuvo a punta de hilos y agujas, cosiendo vestidos, cortinas, manteles y tapices hasta que logró ser la encargada de una pensión para estudiantes hombres, en la esquina Curamichate del centro de Caracas.
Blancos y rojos
Elodia cosía y atendía la pensión día y noche, pero la vida le alcanzó para meterse en política. Fue una de las primeras mujeres adecas con carnet y militó clandestinamente en este partido en tiempos de Pérez Jiménez.
Sus hijos heredaron el amor por los adecos: Miguel se hizo militar y participó en acciones subversivas contra El General, mientras Gloria y Arnaldo se educaron en el arte de defender a los blancos, desde Rómulo hasta CAP.
Pero a la par que se tejían esas fidelidades, otras corrientes llegaban a la vida de Elodia y los suyos. Una tarde arribó a la pensión un joven estudiante de Educación. Negro, culto y comunista, Tovar era un maestro del verbo que logró el amor de la quinceañera Gloria, el tesoro de Doña Elodia.
La vereda 36
Fue por aquellos tiempos cuando Elodia instaló a los suyos en Coche, en una casa con patio de tierra, bueno para las matas y las gallinas, con dos pisos y un porche a medio hacer que algún día podría ser de granito verde.
Tovar y Gloria se mudaron dos casas más allá con sus hijos pequeños, y desde entonces la vereda 36 se convirtió en el escenario donde se reproducía la guerra que existía en el país. El negro Tovar vs Elodia era una pelea repetida que martirizaba la vida de la mujer que tenían en común. “Bueno chico, ya está bueno”, suplicaba Gloria. Y al instante “Mamá te va a dar una vaina”. Pero no había forma de conciliar aquello.
Entonces Elodia lo mandaba al infierno de los comunistas y él buscaba un diccionario y frente a los vecinos leía “Elodia: ¡Mentira, engaño, traición!”
Las gallinas corrían por el patio de tierra, la máquina de coser estaba todo el tiempo prendida, la lavadora hacía un escándalo cuando exprimía, la ropa quedaba horas bajo el sol y el viento, el café se colaba en todo momento y la televisión arrullaba las tardes de amores de novela.
Para cuando el negro Tovar murió, ya no quedaban gallinas en el patio. Elodia lo vio partir desde su mecedora y siguió cosiendo los manteles de navidad y las cortinas de sus nietos que se iban de Coche, invadidos por nuevas fiebres, más urbanas.
De pronto ya era el siglo XXI y Elodia estaba muy lejos del llano, en la casa que hace esquina en la vereda 36.
Allí sus bisnietos retomaron la pelea que empezaron años atrás ella y el negro Tovar. Pero Elodia no los escucha, tiene una actitud contemplativa sobre el sofá, como quien se sienta en el banco de una plaza y solo le preocupa que Blanca está muy lenta y esas arepas no van a estar listas a las seis.
Elodia murió de 99 años, cuando la llevaron a un geriátrico en el 2004.
La pensión del centro hoy es un taller mecánico y la casa que hace esquina en la 36 tiene un muro que no me deja saber si aún existe el granito verde que curaba nuestro estrés.
DesdeLaPlaza.com /Adriana Gregson