Lo único que quería a mis 36 años era embarazarme. Aunque Marcelo, mi compañero, me había pedido concebir un bebé hacía años, recién sentí estas ganas inmensas en ese momento, después de haber pasado mucho tiempo adicta a mi profesión de tiempo completo de periodista.
La tarea de buscar a nuestro hijo fue muy entretenida, y exitosa al poco de empezar a buscarlo: A los dos meses el test dio positivo y con una botella de champaña, celebramos alegres.
Fue un festejo prematuro. Hoy lo sé.
Esa noche, un par de amigos llegaron con regalos muy “ad hoc”; algunos tan tiernos que los suspiros y chirridos de dientes fueron la tónica. Parecía mentira que la feminista, independiente y ruda reportera (yo) estuviera entregada a los menesteres cursis de la maternidad.
Hasta hoy recuerdo las zapatillitas tejidas a crochet que trajo Vicente, eran blancas porque, como él dijo con su característico humor: “Cómo aún es una mórula en división, es imposible saber el sexo”.
Por esos días, yo tenía el trabajo de mis sueños en un incipiente proyecto editorial de investigación y periodismo de interpretación, poco habituales en Chile de la post dictadura. Un lujo. Además, me pagaban un sueldo decente en medio de un mercado periodístico saturado.
El embarazo, que se suponía que fuera uno de los mejores momentos de mi vida, poco a poco comenzó a apoderarse de mi cuerpo y de mi alma, y se convirtió en una pesadilla.
A las tres semanas, no lograba dejar de vomitar, hasta unas 30 veces al día. Mi estómago no toleraba ni siquiera el agua. A pesar de ello, comencé a engordar de forma grotesca.
Siempre supe que algo no andaba bien. El cuerpo nos habla, pero hemos perdido la capacidad de escucharlo, especialmente en el proceso de la procreación y la maternidad, en el que lo entregamos casi de forma absoluta a los médicos.
¿Por qué esta sordera con la intuición y con nuestra capacidad infinitamente mágica de parir? ¿Por miedo, por ignorancia, por seguir las reglas de una sociedad llena de castraciones especialmente impuestas a las mujeres? No lo sé.
Pero lo cierto es que cuando acudí a la consulta preocupada por el extraño estado de intoxicación permanente en el que me sentía, el Dr. González me calificó de “primeriza tardía” tras su escueta revisión. Dijo que probablemente estaba somatizando los típicos vómitos que generan los cambios hormonales.
No hubo examen alguno, solo el prejuicio primigenio de lo que posteriormente supe es, sin duda, el comienzo de una larga violencia obstétrica donde las mujeres como seres integrales, somos invisibles.
Así, de una bofetada lingüística y con el rótulo de “primeriza tardía”, volví a mi casa tapizada de pastillas “anti-vómitos” que, por supuesto, no surtieron ningún efecto.
Pasaron algunos días y un profuso sangrado me devolvió a la consulta. Esta vez, ya no solo vomitaba sino que además, sangraba con claros síntomas de pérdida.
La ecografía mostró un desprendimiento de placenta, pero ninguna anomalía adicional. Una vez más, la culpable del asunto parecía ser yo, así es que me inyectaron unas hormonas para retener el embarazo que sabiamente mi cuerpo rechazaba, y me mandaron un mes de reposo absoluto a la cama… y con las piernas en alto.
Mi vista estaba cansada por los mareos, me sentía aturdida la mayoría del tiempo, sofocada y los vómitos no me dejaban en paz, era realmente como si tuviera la peor intoxicación de mi vida.
Conocía el tema de la Translucencia Nucal en la semana 14 por mi trabajo como reportera especializada en salud. Es un estudio común en los países desarrollados, pero muy nuevo en Chile, que mide la separación entre la piel y la nuca del feto, para diagnosticar posibles malformaciones.
Le pedí a mi doctor que me haga este análisis.
Deteniendo el ecógrafo sobre mi vientre, me miró indignado: “¿cómo sabes tú eso, ah?…¿Acaso piensas abortar si viene mal?”.
Su reacción fue tan dura y tan brutal, que pude darme cuenta que el embarazo no estaba siendo mío, sino de él y que no podía saber realmente qué estaba pasando.
Aterrorizada pero con la certeza de que algo estaba muy mal, llamé a mi hermano, que es pediatra, y le pedí que me ayudara a buscar un experto en medicina fetal. El médico consiguió la mejor máquina de ecografías 4D para que disfrutáramos la sesión y calmáramos todas las dudas. Pero no fue así.
Si la separación entre la piel y la nuca del feto superan el milímetro significa un muy alto porcentaje de que se trate problemas en la salud fetal. En mi caso, la translucencia nucal estaba descomunalmente aumentada.
Ni habíamos llegado a las 14 semanas de embarazo y yo tenía un estado físico deplorable. Había subido casi 30 kilos de peso, y mis zapatos ya no entraban en mis pies. La retención de líquido podía haberme matado fácilmente, pero estoica lograba pasar un día para que llegara el otro, y así sumar uno más en ese extraño embarazo.
A los tres días volvimos al médico y ya no había dudas. La translucencia nucal era incuestionablemente muy grande y llegaba a los 9 milímetros. Serio y preocupado, el nuevo doctor estuvo unos 20 minutos midiendo todo lo que pudo dentro de mi vientre.
En su oficina, con lápiz en mano, comenzó a explicarnos: “Esto significa que el feto tiene algún problema. La mayoría de las veces, la translucencia nucal es por Síndrome de Down, pero en este caso lo puedo descartar porque el feto tiene hueso nasal”. El doctor pensó que habría alguna malformación cardíaca que podía operarse intrauterinamente o cuando el bebé estuviera recién nacido. Entonces, le pedí que hiciéramos un examen genético.
La amniocentesis (extracción de líquido amniótico) solo se puede hacer a los seis meses de gestación, entonces optamos por otro examen, llamado “vellosidades coriales”: me hicieron una pequeña perforación en el vientre para extraer material de la placenta y analizar su composición genética.
Había un riesgo de aborto con el procedimiento, pero yo estaba segura que eso no ocurriría, tan segura como que el resultado sería el peor de todos.
El análisis demoró varios días y nos pidieron que vayamos a buscar los resultados personalmente. Le adelantó a mi hermano por teléfono que se trataba de un triploide 69.
Era 2006 y ninguno de nosotros tenía smartphones, así que fuimos a un “ciber” a buscar pistas en internet. Mi hermano, mi marido y yo, en tres computadoras diferentes, comenzamos a leer: “la paciente puede morir”, “se generará una mola invasora”, “se puede desencadenar un cáncer que hace metástasis fácilmente.”
Algo descompuestos y llenos de preguntas, fuimos de inmediato a la clínica. El doctor nos dijo: “Es grave, hay que sacarlo, pero en Chile no se puede. ¿Tienen dinero para viajar?”
Marcelo y yo nos miramos, y la respuesta tenía que ser sí, aunque no tuviéramos un centavo disponible.
Al insoportable estado físico en el que me encontraba, le sumaba entonces dos noticias abrumadoras: ya no sería mamá y me iba a morir si no lograba viajar fuera del país a interrumpir el embarazo.
Creo que solo con el paso de los años he podido dimensionar la violencia de la que fui víctima especialmente por parte del Estado chileno. En cuestión de segundos, pasé de ser una tierna y gordísima embarazada a ser una especie de ataúd andante de un proyecto de hijo que no solo estaba casi muerto sino que además, me estaba matando a mí.
No conforme con el luto y el terror que brota desde las vísceras, tenía que convertirme en la productora ejecutiva de mi propio aborto si quería salvar mi útero y mi vida.
El doctor explicó varias veces el “error genético” que había ocurrido: Si las mujeres en general tenemos 46XX y los hombres 46XY cromosomas, mi feto tenía la configuración genética triple: 69XXX.
Esa aberración genética producía un desorden tan letal en mi cuerpo que rápidamente la placenta se llenaba de tumores cada vez más grandes y prolíficos (“como racimos de uva”) y mis hormonas subían de forma peligrosamente vertiginosa.
“Por eso estas cada vez más mal. Es como si tuvieras encima las hormonas de 10 embarazos juntos”, me dijo el doctor. Esa era la intoxicación que yo describía durante semanas, y que nadie pareció advertir como un síntoma válido.
Comenzó entonces una vorágine que ninguna mujer debiera enfrentar, porque la necesidad y decisión de un aborto terapéutico no puede convertir en delincuente a quien, solo una ecografía atrás, iba a ser madre.
Ante la desolación en la que uno queda y las manos amarradas de los médicos chilenos, el doctor que nos atendía levantó el teléfono y llamó a Tampa, Estados Unidos. Dijo en perfecto inglés que tenía un caso de tríploide con muy mal pronóstico y un deterioro acelerado, y que me derivaría allá.
Sin visa vigente para entrar a Estados Unidos y con poco dinero en el bolsillo, comenzamos a mover todo lo que pudimos. En la embajada nos ayudaron mucho, y los amigos y familiares que ya sabían nos ofrecieron dinero.
Mientras tanto, yo no tenía ni siquiera cuerpo para la tristeza o el luto, me costaba caminar, me costaba mirar, escuchar, solo vegetaba de un lugar a otro haciendo los trámites necesarios, y por supuesto, vomitando.
Día por medio me hacían una ecografía para ver el grado de invasión de los tumores y verificar el estado del feto que aunque seguía vivo, estaba casi aplastado. ¿Qué estaban esperando? Que muriera el feto para no tener problemas legales, que yo lograra viajar fuera del país o bien, que mi estado fuera absolutamente de riesgo vital, para entonces tener una razón incuestionable y “salvarme”.
Me estaban llevando al extremo vital solo por un eufemismo legal. Y lo que más me asustaba era la posibilidad de perder el útero. Cuando se pasa una situación tan extrema, muchas veces sacan todo el contenido del vientre para prevenir que el contenido maligno se derrame en el resto del cuerpo.
Yo era una zombie… El estado de Chile me estaba torturando y no solo estaba arriesgando mi vida negándome el derecho oportuno a una prestación urgente de salud, sino que además, estaba jugando con mi ilusión de poder ser madre algún día, apostando mi útero en el juego absurdo de las estadísticas nacionales y de dogma católico predominante.
En esa vorágine, me senté en una cafetería y una mujer me pidió disculpas por prender un cigarrillo a mi lado, no se dio cuenta de que yo estaba embarazada. Le mentí, le dije que era solo gordura.
Me sentí derrotada, era una delincuente preparando un viaje para abortar y no morir, por eso en un lugar como Chile tenía que negar el embarazo porque en este país cuando las cosas no tienen una solución “sana”, entonces mejor fingir.
Lloré por 6 cuadras, y me dije que le diría a todo el mundo lo que me estaba pasando. Uno a uno, mis amigos leyeron los correos. Me sorprendió que mi suegra, hasta ese momento declarada antiaborto, religiosa y de la derecha más conservadora de Chile, escuchó atenta la verdad y la absoluta necesidad de que en Chile exista el aborto terapéutico.
En medio de las indagaciones legales para demandar al estado de Chile y del miedo de las entonces ONG’s feministas que no se atrevieron a semejante arremetida, caí en una especie de shock que terminó conmigo en la urgencia de la clínica.
Las enfermeras corrían de un lado a otro, y mientras me ponían una bata de hospital, apareció el médico y me explicó que el último examen de sangre había arrojado niveles hormonales inaceptables y que mi intoxicación era letal.
Me dijo que el comité de ética había autorizado a hacer todo lo que fuera necesario para salvarme y agregó que “quizás después tengamos que hacer algunas quimioterapias, pero es suave, no te preocupes porque no se cae el pelo”, me dijo, mientras yo en medio de la obnubilación en la que estaba, pensaba realmente a quién podría importarle el pelo en un momento como ese.
De pronto sentí que se rompió la bolsa y comenzó a caer líquido amniótico. En ese momento, perdí el control y la ira se apoderó de mí. Me había torturado 4 meses y medio y ahora pretendían hacerme parir de forma natural para simular una pérdida o quién sabe qué.
Descontrolada, gritaba poseída por la rabia: “no me hagan parir malditos hijos de puta, yo no voy a ser mamá. No me hagan esto. Voy a llamar a la policía, hijos de puta, anestésienme ahora”, chillaba mientras la habitación se llenaba de personal de salud y yo extendía mi brazo exigiendo anestesia general.
Tenía 4 meses y medio de ese letal embarazo, y estaba en una de las mejores clínicas privadas de Chile, que en ese entonces se postulaba a la certificación de la Joint Commission Internacional.
En ese momento todo se precipitó, de pronto vi las luces del quirófano arriba y una mascarilla sobre mi rostro. No sé cuánto tiempo habrá pasado, pero cuando desperté, una enfermera acariciaba mi mejilla, y al otro lado, el médico susurraba: “todo pasó ya, tranquila”.
Me costaba articular una palabra. Cuando logré humedecer mis labios con la lengua aún torpe por la anestesia, le pregunté a la enfermera lo que me daba más miedo: “¿Tengo útero?”.
Sí.
Dos espesas lágrimas cayeron por mis mejillas, cerré los ojos, y sentí el suspiro más profundo que hasta ahora he tenido en mis pulmones y el alivio más reconciliador que he podido experimentar: ya todo había pasado.
Esa tarde, la enfermera rompió las reglas y me dejó fumar un cigarrillo escondida en el balcón de mi cuarto. Ataviada con esa indigna bata que se usa por igual en hospitales pobres o ricos, me crucé de piernas intentando recuperar la dignidad perdida, y como si estuviera en el Caribe, me eché atrás sobre la silla de ruedas dando la primera bocanada a uno de los últimos cigarrillos de esa pesadilla.
Un año después, luego de que cada viernes me sacaran sangre y me hicieran ecografías para monitorear el retorno a la normalidad de mi organismo, volvimos a echarle mano a ese útero desgastado pero fuerte, que había sobrevivido a tanta estupidez moral y entonces fecundamos la esperanza en un óvulo que 9 meses más tarde, nos entregó a la pequeña Sofía de 52 centímetros y 3.690 kilos de peso. La misma que hoy, con 7 años de edad, sabe perfectamente que antes que ella naciera, la mamá tuvo un embarazo que no resultó y que tuvieron que sacarlo. “Por eso te entrevistan, ¿verdad mamá?”, pregunta cada vez que un colega quiere hablar del tema.
Sin prejuicios, sin culpas, sin condenas, porque Sofía será una mujer como yo y no quiero que ella, ni ninguna otra, sea torturada por un estado sordo que nos obliga a sufrir, en nombre de una falsa moral que no nos pertenece.
Dos años más tarde, me volví a embarazar y entonces nació nuestro querido Simón Nicolás hoy de 4 años. Todo, gracias a un aborto que me ha permitido ser mamá.
Tomado de Buzzfeed