Por: Victoria Torres Brito
¡Yupiiiiiiii!
Hija de padres trabajadores, luego de que se acaban las clases, guardábamos los uniformes y loncheras, nos despedíamos de los amiguitos y de las maestras en el colegio y entonces podíamos gritar a los cuatro vientos: ¡Yupiiiiiiii! ¡Llegaron las vacaciones!
Cada julio y agosto mientras disfruté de mi infancia, mis papás preparaban todo para mantenerme ocupada y entretenida, me ubicaban sabiamente en cuanto plan vacacional se les atravesaba, el de la institución a la que pertenecían ellos, o al de una tía (lo que sea para no tener que llevarme a la oficina a hacer dibujos con resaltador amarillo y hacer collares con clips) o simplemente cuando no alcanzaba la platica, nos inventábamos actividades entre primos, amigos y hasta con los vecinos para disfrutar de este período de “descanso”.
Descanso para los maestros y profesores de los planteles educativos, porque bastante trabajo que dábamos a las empresas que dedicaban esta época del año para trabajar y mantener alegres a una muchachada ajena. El rollo no era tanto tener que lidiar con las malacrianzas y pataletas de 30 carajitos por cada autobús, estar pendientes de ellos, de que comieran, de que no se perdieran en las visitas a parques y demás locaciones acondicionadas para el sano esparcimiento de esta parranda de muchachitos, sino que se suponía que cada recreador o guía de patrulla, debía ser lo más dulce del mundo y sonreír desde que todos se montaban hasta que se bajara la última criaturita del autobús.
Ciudad, playa o montaña
Si bien estos planes vacacionales duraban máximo 2 semanas había mucho que, literalmente, planificar y tomar en cuenta. Desde el clima para la locación, pasando por estar pendientes de la comida de los niños celíacos y/o diabéticos, además de tener a mano la “bombita” para tratar el asma de los niñitos. Llevar a la mano casi que una ambulancia dentro del koala y estar capacitado para atender desde un raspón en una rodilla, provocado por un mal aterrizaje saliendo de un tobogán, hasta una intervención quirúrgica de corazón abierto. En la playa se complicaba la cosa ya que debían empatucar con protector a ese gentío y los guías tenían que andar cual Baywatch sacando por una pata a los que se la daban de delfines y se iban para lo hondo.
Creo que el peor día de mi vida en mi época de acampante, fue aquel fatídico día en el que fuimos al Museo de los niños y cuando me disponía a adentrarme en la maravillosa «Molécula», me dijeron que era demasiada alta para esa atracción y no podía entrar. Me midieron mientras todos mis amigos ya estaban en lo más alto, hice trampa doblando las rodillas para encogerme un poco pero que va, no se pudo y así, llorando, frustrada por mi crecimiento y desarrollo temprano, me despedí de ese hermoso lugar donde fui tan feliz por muchos años. Todavía lloro cuando paso por ahí.
No puedo olvidar tampoco cuando una vez estuve en un plan que llamaban «cerrado», es decir, la dinámica de los planes regulares es que mantienen a los chamos quimbambeando por allí hasta que los padres salen de sus oficinas, pero este no era así, este era especial porque nos llevaban a un club por el carrizo viejo en una zona montañosa donde nos quedaríamos la semana completa, lejos de nuestros padres y representantes. Recuerdo que nos ubicaron en cabañas separadas los niños de las niñas, para evitar inconvenientes. Sin remedio alguno porque de madrugada, las malajuntas con las que compartía la litera, me despertaban con la linterna en la cara para que fuésemos a visitar a «los muchachos» y era la aventura de la vida atravesar esa montaña fría llena de bichos y alimañas sólo para que te dieran un piquito. Una real estafa. En ese mismo campamento, una vez me dio flojera caminar los diariamente empinados 5k que había que recorrer para llegar a la piscina, comedor Y BAÑO y fingí un ataque de asma, sólo para subir en el carrito de golf donde llevaban el agua y la comida, muajajaja.
Yo quiero tener un millón de amigos…
Si hay algo realmente sincero y por demás express, son las amistades en los planes vacaciones. Debes apurarte por contar cómo te llamas, qué haces, dónde estudias y dónde vives, tus gustos y disgustos, colores, comiquitas y artistas favoritos, porque en una semana todo acabará y no volverás a ver a ese mejor amigo de la vida que conseguiste en el autobús, ese que cantaba contigo todas las mil y un canciones del repertorio recreacional, los éxitos de todos los tiempos: «París se quema» con todas las vocales (siempre me costó cantarla por la A y adoraba cantar la por la I) «Yo tengo un piojo: ¡HUESO!» «Zabarambulé», el bendito «cucú» que cantaba en un lejano bosque y el cierre de toda temporada «No es más que un hasta luego…» que era entonado frente a la fogata, todos en rueda y llorando a moco suelto, guindados del cuello de tu nueva BFF.
Los amores efímeros eran lo más común, entre los compañeritos, entre los recreadores y todos mezclados también, amores platónicos y la friendzone, que para ese entonces no existía como término, pero creo que igual me enamoré al menos de uno de los sopotocientos guías que me tocaron, en mis tiempos como participante de estas semanas de diversión garantizada. Debe ser por mi necesidad de sentirme protegida, ellos eran nuestros guardaespaldas consentidores y súper simpáticos, full energía que existían.
Fomentar la sana competencia entre las patrullas era una de las primeras asignaciones de cada jefe de grupo, la identificación, sentido de pertenencia y lealtad a los de tu patrulla era incondicional. Activábamos la creatividad para inventar nombre, color, baile y grito de guerra que nos identificara igualito que a los 300 espartanos de la película y: Que gane el mejor.
La mejor acampada
Tuve la oportunidad de participar en un campamento organizado para los hijos de trabajadores de la empresa Bauxiven en el año 1990 en Los Pijiguaos en el estado Bolívar. De esa experiencia me quedó mi adoración por la selva venezolana. Recuerdo su olor, el cielo estrellado, sus sonidos, su paz. También recuerdo el tamaño tan exagerado de las cucarachas conchúas que había allí, si las pisabas, te llevaban el pie como si pisaras a un morrocoy y aquella vez que adentrados in the jungle, a un guía se le enrolló una serpiente en el pie y fue el magno evento, el pana petrificado del miedo y nosotros todos asombrados con el tamaño del reptil que, al final resultó ser inofensivo.
Pero lo que más recuerdo era el carnet que nos identificaba (que aún conservo a pesar del deterioro por los años) porque por la parte de atrás tenía como una especie de mantra que aprendimos de memoria, un juramento inocente y profundo relacionado con el ser niño y disfrutar de esos días que teníamos para ser felices.
Se los comparto para que lo apliquen en su día a día, así y no les toquen vacaciones todavía:
“Yo soy un ser feliz.
Capaz de compartir amistad.
Hoy daré lo mejor de mí.
Seré amigo de la madre naturaleza.
Hoy gozaré lo bueno de cada momento.
Hoy aprenderé y enseñaré algo nuevo.
Hoy seré un buen amigo para todos.
Gracias a la vida por esta oportunidad”.