Me encanta ser el espejo de mi hijo. A veces me reconozco tanto en él que me confundo disfrutando nuevamente de mi infancia o lo confundo a él en mi adultez. Cuando Miguel copia movimientos, morisquetas o expresiones que suelo utilizar, se me hace imposible ocultar mi orgullo como padre, pero me enciende las alarmas sobre lo que esa responsabilidad significa para mí y para él.
Como padres somos esa sustancia que llena los moldecitos que conforman a nuestros hijos, y en esos pequeños recipientes, arrojamos lo bueno y lo malo que somos, nuestras virtudes, defectos, complejos y empatías. Esta es una de las consideraciones cruciales que debemos tener en cuenta a la hora de abandonar nuestra individualidad y convertirnos en padres. Pero lamentablemente no siempre ocurre así.
En nuestra sociedad es muy normal que muchos hijos lleguen sin planificación y se conviertan en una carga para jóvenes padres, quienes terminan por ser niños pretendiendo criar a sus bebés. También es común encontrarse con padres que desearon tener a sus hijos de manera planificada, pero parecen amar mucho más sus propias vidas como para ponerle atención a las “pequeñeces” que forman parte del crecimiento de sus chamos. Entre esas “pequeñeces” se encuentra la necesaria metamorfosis del hombre o la mujer, en papá o mamá, y eso se traduce en convertirse en un mejor ser humano.
Somos mejores en la medida en que entendemos que cada obra de nuestras vidas se convierte en un ejemplo para ellos, en esa sustancia que llena el molde y que debe contener lo más nutritivo de nuestro ser para que la obra maestra, que son los hijos, sean mucho mejores que nosotros. Somos mejores en la medida en que los sentimientos que les inculcamos, sobre todo en los primeros años, estén llenos de amor, bondad, solidaridad y empatía con el otro. Recordemos que durante sus primeros cinco o seis años de vida, todo lo que ellos absorben del mundo determina su personalidad para siempre.
El óptimo funcionamiento de los espejos dependerá de lo limpia que esté la superficie, pero también de la pulcritud de la imagen que proyecta.
El reflejo del odio
El pasado domingo llevé a Miguel a correr bicicleta en una plaza cercana a la casa y mientras me senté en uno de los banquitos, escuchaba una conversación vecina entre dos señoras avanzaditas en edad que estaban con un niño de unos cinco años. Las doñas, quizá acaloradas por el pesado sol de las once o tal vez por otros calores más internos, echaban fuego por la boca gritando improperios que ruborizarían a un camionero, mientras hablaban de la situación del país.
“Hay que echarle candela a todo lo que huela a esa gente”- decía una. “Si, hay que acabar con esa plaga. Uno por uno tiene que ser aniquilado”- asintió la otra. Mientras la inquisidora conversación transcurría, el niño que las acompañaba las miraba en silencio y con aire reflexivo, tal vez tratando de entender lo que decían las abuelas. “Si supieran cuánto los odio” – remarcó la primera doña.
“¿Qué es odio, abuela?” – interrumpió el pequeño. Tomada por sorpresa, la señora que acababa de darle un ejemplo en vivo y directo del significado de tan penosa palabra, sólo atinó a gritar: “No se meta en conversaciones de adultos. ¿Cuántas veces se lo voy a decir?”.
Después de levantar tanto la voz, la abuelita miró a los lados y por fin se percató de la presencia de este espectador. Sentí su incomodidad en la mirada y rápidamente se levantó con su amiga, tomó en una mano al niño, en la otra sus palmitas de domingo de ramos y los tres se perdieron entre la multitud.